ESTUDIO PRELIMINAR
EL ÉXTASIS DE LA PALABRA, EL ÉXTASIS DE LA FORMA
¿Insiste así la forma, en un grano de mundo?
La obra de Héctor Aldo Piccoli se eleva sobre un
finísimo trazo de auténtica coherencia, pues su letra se proyecta,
desde los comienzos, sobre un horizonte ulterior pero ya conocido,
como iluminando el misterio que cela toda obra trascendente, a saber,
cierta univocidad sostenida, capaz de franquear los avatares del
tiempo, una voz que posee la virtud de columbrarse a sí misma en su
acontecer futuro. Se debe a un trabajo llevado a cabo con inexorable
consecuencia, igualable al de un paciente y sigiloso orfebre, bajo el
amparo de una matriz ponderada con celo pero siempre en espontánea y
constante recreación, conciliando la libertad inventiva con un
ceñimiento poético consustancial. En la celebración embargada de la
forma, en un lirismo persistente y ascensional –«Sobreviene después,
como un sumergimiento en lo radiante / acabada toda forma» se nos dice
en «El lagar agostado es de noviembre; y es la abrumadora»–,
allí reside la unidad que caracteriza a los poemas que dibujan este
irisado abanico, todos con singularidad propia. En cada uno de ellos
avizoramos una nota excepcional que participa, sin embargo, de una
composición consonante en cada uno de sus registros. Se trata,
precisamente, de una pieza cabal en tanto y en cuanto no es sino el
resultado de la inscripción minuciosa de un mismo stillus,
aquél que nos otorga la posibilidad de vislumbrar, en ella, su faz
proteica, es decir, manifestándose única y varia a la vez.
Fruto de una genuina labor artesanal, Permutaciones
(1975), primer poemario de Piccoli, parece revelarnos una dualidad
constitutiva. Nace de la conjugación íntima de su letra con la de
Enrique Marcelo Olivay. Confluyen ambas, en efecto, en una sección
central, homónima del libro, volviéndose casi indistintas, como si
cada una de ellas, para empuñar y develar la unidad consigo misma, su
rasgo distintivo, su flexión singular, divisara el más allá de sí en
la otra, propiciando, de este modo, un intencionado intercambio de
voces, una indeterminación sustantiva, un crecimiento y una plenitud
ineludibles. Empero, es insoslayable la relación existente entre esa
peculiar comunión con un eje arquitectónico rector. Las lenguas que
bordean y abrazan esa islilla unitiva, justamente, no son sino los
poemas de Piccoli, que la anteceden, reunidos bajo el título de Nikon,
y los de Olivay, bajo el de Baza, que la suceden. Semejante a
un cauce subterráneo que baña cada una de sus napas, es ese mismo
rigor dialéctico el que subyace a los escritos liminares que, por
fuera de toda contingencia, se inauguran con «Matrices», poema de
expansión y repliegue, tal como lo esgrime su configuración material,
la de página desplegable, que torna recurrentemente en este facetado
escenario.
Como evocando una antigua y variopinta tradición en que
remanecen las prodigiosas peripecias de Mallarmé, con Un coup de
dés, las de Apollinaire, con sus Caligrammes, y las del
concretismo, con sus incesantes búsquedas visuales, en el espacio
tiembla la alianza entrañable entre escritura e imagen. Allí, fuente
de diminutos y frágiles tropos en cuya belleza, concentración,
precisión y sagacidad se deja divisar la herencia fecunda del
imaginismo, el plectro se transforma en pincel para contornearlos
sobre la hoja, consagrando la jerarquía del significante, evidenciando
una afinidad enunciada ya por el lema que abre el muestrario poético.
Se nos exhibe, de esta manera, un texto modelado a partir de un
«esquema matemático de multiplicación de matrices […]»[1] que patentiza, ya tempranamente, la
pasión por la hechura reflexiva del quehacer literario. A través de un
como miniado, de una taracea tipográfica que recuerda aquélla
consumada por E. E. Cummings, allí se disponen, en filas y columnas,
divididas en fonemas (o grafemas), las palabras que, así desgranadas,
en su interrelación momentáneamente enigmática, conforman no sólo un
poema sino dos. Y no son aceptables, como tampoco lo eran para los
hallazgos del poeta estadounidense, las conjeturas de Borges: «[…] el
lector se indigna (o se entusiasma) con esos accidentes y se distrae
de la poesía […]».[2] ¿Cómo sería
posible desatenderla si aquéllos nos impelen, justamente, a la más
lenta de sus delectaciones, a un rallentando forzoso? A la vez
que dan cuenta, por ello, de la morosa vocación de miniaturista que
reverbera en la esmerada faena de Piccoli, destacan ese inusual
pergeño lingüístico en el que atisbamos el peso específico del
significante poético, objeto de una conciencia artística que sabe
hallar en él, aún, cierta hondura próvida, un venero feraz.
Desenvuelven los colores de los caracteres, aquí, un
cometido especial. Instauran, por un lado, la noción de relieve y, por
otro, tienden a congregar los términos que acentúan. Por ello «( con.si.de.ras
)» se alía, súbitamente, a «la noch / e», prohijando el primer tejido mínimo que,
en este conjunto de expresiones originalmente organizadas, se
inscribe. En esta nimia filigrana están albergados los albores del
comienzo, aquéllos que preceden la conformación de un cosmos que surge
con un como silabeo moroso, de tenue crescendo, propio de
quien pondera la prístina, inmensa magnitud del mundo que se abre
frente a sus ojos. Se asiste, de esta manera, a la vigilia, al
inminente advenimiento de la creación, a su infancia, realizada en un
deletreo embriagado que se posa, sesgada, analíticamente, sobre los
perfiles de una escena vestigial. Cada una de las sílabas del inciso
parentético se corresponde, ordenadamente, con cada una de las cuatro
columnas superiores para desintegrar minuciosamente el acontecimiento.
De esta suerte, la partícula «con» se
anuda a «una rama de este / árb / ol / recoge la tard / e desde el a /
gua / y muer / e»; así sucesivamente, hasta el develamiento exhaustivo
del segundo poema, debajo de la línea horizontal que coordina las
hileras de la cuadrícula, como el resultado de la suma de las series.
De la diferente combinación de una cantidad reducida de elementos, que
denota ya el valor de la economía como una de las normas de escritura,
dada a patentizar, ineludiblemente, su sutil potencia expansiva pero
también sus límites esenciales, de esa delicada prestidigitación
sustentada en disyunciones y conjunciones, nace un texto y otro, su
autonomía y dependencia recíprocas, enfatizando, al mismo tiempo, el
concepto de un orden que no renuncia a su secreta maleabilidad.
Consiguientemente, por medio de la segmentación calculada de los
vocablos, se revelan, a través de un trato escrupuloso, sus múltiples
resonancias, sus casi inaudibles correspondencias. Lejos de toda
arbitrariedad, el aislamiento provisorio de los fragmentos tiende, a
la sazón, no sólo a mostrar la ubicuidad de los mismos, su común
pertenencia, sino también a descubrir su inmanente calidad eufónica,
sus íntimas vibraciones, sus tonos, como postulara Rimbaud en
«Alchimie du verbe», aludiendo, por lo tanto, al caudal de sentido, a
aquel vasto valor expresivo que reluce en una sencillez extrema. La
diseminada presencia de las vocales ‹e› y ‹o› traza, precisamente, una
estela alusiva, un grácil eco anticipatorio que, persistente, remite
al sustantivo «noch / e»
como un discreto indicio de congruencia en esta ceñida dispersión,
dispersión cuyo emblema podría condensarse, tal vez, en la figura del
ventalle, en su distensión y contracción alternas. No es sino
ejemplar, a este propósito, «o / si ( os»,
donde
el silencio, motivo central del texto, merced a una suerte de
armonía imitativa, cristaliza su asordinada elasticidad en la trama
aliterante que hilan los fonemas ‹o, s, c, i, l› que, por su
suavidad intrínseca, mitigan la estridencia del sonido, hallando en
el espacio, asimismo, una distribución que prodiga la imagen
cadenciosa, la opacidad suspendida de la ‹o› que rehíla al
conjurarse esa pausa casi inefable, como si la vocal, despojada,
fuera el epicentro a partir del cual, en ondas concéntricas, el
intervalo sonoro se propagara.
En esa disposición razonadamente elaborada atisbamos el
anhelo de una quimera asequible: la conquista de un arcano, el poder
dehiscente del lenguaje, no oculto ya en su faz polisémica sino en un
entramado segundo, el de una grafía artificiosa en la que tornasola la
simultaneidad. De esta suerte, la escisión de la palabra, la miríada
de enlaces que en su entorno anima, descubren tanto una sorprendente
plasticidad como la urgencia de una dimensión compuesta, su esencia a
la vez sintagmática y paradigmática, sabiamente restaurada en «u /
N gor»
no sólo gracias al estricto diseño de los tipos sino también al
empleo de un pulcro ingenio ablativo, una puntuación que,
transportada, yendo más allá de su habitual destino, lo excede sin
traicionarlo, mostrando su original eficacia informativa, exaltando
ese inusual desdoblamiento que conmueve agudamente el plano
sintáctico consuetudinario. Puesto que la linealidad sintagmática a
la que solemos atenernos se ha desvanecido, florece otra dimensión
en la que la sintaxis se comprime, es decir, deja de ser regular y
extensible para ajustarse a la intimidad disociada del vocablo.
Leemos entonces: «u / N gor / (:rió;)
N / en / la sat / i (nada) / m (ampara) / de / su
dicha (;)
/ nubla / parda hu (ella) / a que el
ciel / o se a (tiene) (.) / u
/ N gor
/ (:rió;)
N».
Si el reto que propala Nikon I estriba en la
lectura de un concentuoso contrapunto, como una melodía etérea cuyos
inmaculados instrumentos «– ser
/ án seis / ángel
– / E / s ( la mú ) s
i
ca / E»,
nos desvela aún más cuando la lengua materna desnuda su alteridad
absoluta, su otra alma. En «„Früh», como un lacónico anuncio
premonitorio, percibimos el diálogo, según lo afirmaba Martin
Heidegger, en tanto máxima expresión del habla. Aquello que en
superficie germina no es sino la primicia de una coexistencia cardinal
y fundante, la del alemán, la otra lengua, «li
) vian / a sa / ng
) re:», que, con el español, constituye
al poeta. Hablamos de aquello que logra alumbrar un coloquio con las
esencias propias, tal como lo pregonaba Rainer María Rilke en Cartas
a un joven poeta, un retraimiento que libra al creador a su
interioridad mayúscula. Por ello el idioma natal bordea, amalgamándose
a ellas, las palabras de Georg Trakl para distinguir, allí, su
imprescindible análogo, su otro rostro, su integridad definitiva.
Nikon II, de este modo, podría concebirse como la inevitable
gemación de los ‹mili-metros› precedentes que cobran, ahora, un
aliento mayor. Tienden a ejecutarse diversamente sobre la página, pues
avanzan sostenidos sobre una sintaxis que empieza como a desdevanarse
paulatinamente. Vemos trasladarse a «que nadie entonan su», por
ejemplo, una alquimia verbal que puede abrevar del acervo retórico
para labrar una malla expresiva que permanece, todavía, en estado de
crisálida. En efecto, desestabiliza, por un lado, la recta ilación
discursiva a través del anacoluto, figura de construcción que tensa la
sintaxis hasta los bordes de su inconsecuencia y, por otro, la
concordancia gramatical a través de la silepsis, engendrando, de esta
suerte, una como aleación de secuencias que parecen proceder o de un
monólogo interior o de voces heterogéneas reunidas, no obstante,
alrededor de un centro común. Presenciamos un ensayo en el que la
gramática misma tiende a desafiar sus umbrales, si bien el sentido se
remansa nuevamente cuando la norma, en esa leve agitación, es
finalmente reinstaurada: «[…] para que / mejor vendamos / al llover
aquellas joyas / torrenciales / en las / ferias / de un viento /
anterior: […]».
Mas este manantial poético no cesa de inventarse; se
alimenta, de hecho, de aquello que juzgamos, comúnmente, foráneo al
ámbito lírico. Aludimos a ese caudal léxico que, virgen, la tradición
no ha consagrado aún. Así, medidamente dosificados, encontramos, como
muestras de ese suelo intacto, «blocks», en «que nadie entonan su»,
«‹staff›», en «neuma,», donde, enlazado el soplo creador a la
esfera musical y retórica, se liga la palabra al número cuando, sobre
la huella del vitalismo tan integrador como perturbador del Vallejo de
Trilce, el poema se vertebra sobre una gradación numérica
descendente. Como invocando la concepción pitagórica según la cual el
cosmos inhala sus propiedades de otro inconmensurable que lo envuelve,
se nos ofrece el costado de un universo poético inclusivo que, aun en
su lirismo vehemente, puede expandirse hasta acoger en sí el registro
de una oralidad que deflagra en el final de «Nikon»: «dispara,
socio…)». Pero apreciamos un ascenso sublime cuando Héctor
Aldo Piccoli nos promete, gracias a un instrumento ya inexorablemente
refinado, la forma, el argumento y el tono de su canto, ése que oímos
en el «izar así las jilguerías / de un silencio / de puntillas», alto
«en la luz / indispensable» donde ya despunta y rutila su morada
siguiente.
Si no a enhestar el oro oído (1983), desde su título prominentemente sintáctico
–tramado con los versos 29 y 30 del poema «Lucio», con una
imperceptible variación, el ‹sino› originario por el ‹si no› último–,
demarca la imbricación del trabajo y la materia; implica,
imperativamente, la exaltación de ese elemento puro, precioso, noble y
dúctil, cincelado y puesto a ganar una elevación literalmente cenital,
un modelado que prospera en una «fábrica escrupulosa, y aunque
incierta, / siempre murada, pero siempre abierta.[3]
El epígrafe del libro, cita de la «Soledad Segunda» de Don Luis de
Góngora y Argote, su obra más célebre y consumada, hito impar de la
lírica universal, nos ofrenda una deslumbrante metáfora, una de las
más ingeniosas que pueda habernos legado el Siglo de Oro español, esa
refinadísima estación alcanzada por la lengua, según lo entendía la intelligentia
de la época y según fuera ratificado por la historia posterior. ¿No
nos otorga aquel penetrante giro, acaso, la idea más acabada de texto
cuando vislumbramos, en la humilde red de los pescadores, en el cáñamo
solícitamente trenzado, cuya confección «[…] no tolera la menor
negligencia […]»,[4] según asevera
Robert Jammes, el tejido de la palabra recíproca y celosamente
concertada, una prolija malla que, tendida, nos cautiva, puesto que es
una filigrana que llama, curiosa, sinestésicamente, a ser auscultada?
Efectivamente, en la sintaxis del verso libre, con respecto a la
atomización precedente ya distendida hacia un más allá de sí, podemos
oír el engarce puntilloso de esos dijes, la taracea con que se
eslabona la línea prosódica, el «[…] cuerpo sonoro del verso […]»,
como el mismo poeta alega en Poética de Aldo Oliva:
[…] la aliteración, las asonancias, la modulación vocálica, todo aquello que los alemanes llaman »Lautsymbolik«, ‹simbolismo fonético›, factura y acabado, orfebrería, en una palabra, en la densidad facetada y esplendente del poema como joya.[5]
Y aquilatamos esta presea resplandeciendo en una imagen
signada, de suyo, por la noción de claroscuro, manifiesta en ese fuego
que pincela pequeños ojitos en la tenacidad de la sombra, aquellos
industriosos grabados del misterioso arte natural que encontramos en
las alas de los insectos y de las aves, en la piel, en «el fulgor del
lomo de las fieras, […]»: «Una hoguera ensimismada ocela
la constancia de la sombra». Éste, el exordio
del primer poema en el que dos sustantivos, de tres, el único adjetivo
y el único verbo insisten sobre el fonema ‹s›, sobre la ‹c›. ¿Puede
considerarse fortuita, tal vez, la reiteración de aquélla última, en
la estrofa tercera, cuando las palabras que ocupan la posición
inicial, final y central de cada verso, respectivamente, son todas
ellas verbos que crean una sola resonancia rítmica, que es la de la
luz, «la joya dispersa del cielo que pasa», la de la nación
irradiándose en la proliferación de la ‹n› en la que se confunden? «Cuelga
aquí la luz, como una prenda / antigua y compartida. A
ella acudes / y en ella cunde la nación finísima
/que es tu subterfugio».
Advertimos, en el calado desde el que va soltándose esa
ilación conjuntiva, la emergencia de una estructura ineluctable, de
una conciencia arquitectónica, tal como lo demuestra su mismo
glosario: «dovela», «intradós», «alféizar», «vano», «dintornado»,
«cariátide». Hay en la nueva justipreciación del espacio, ahora
moderada, diversamente estilizado, puesto que el sintagma fluye por un
lecho más alargado –recordemos, en Nikon II, la asunción de la
palabra orticiana, en «de ella, señor», dedicado al poeta
entrerriano–, un innegable anhelo de ensanchamiento del confín
sintáctico, como si aquella tensión de verticalidad se hubiera
derramado hacia sus márgenes: «La castidad del muro, se deshoja en un
lento fluir / de agua suspensa; […]». No es en absoluto aleatoria,
entonces, la aparición del verso libre que lleva consigo, aquí, una
fluencia rebosante pero rigurosamente escandida. Si bien aquél, según
arguye Tomás Navarro Tomás, «[…] se impone voluntariamente una
atenuación del ritmo y musicalidad del verso métrico», no es menos
cierto que «la sensación de ritmo se mantiene […] mientras el efecto
de esa regularidad no es oscurecido por la excesiva desproporción de
las medidas silábicas.»[6] Comprobamos la
exactitud con la que se cata el tenor rítmico de la palabra, la
severidad incisiva con la que el artesano la devuelve a su esfera
musical, la sujeción recíproca, esa interna periodicidad de intervalos
con que marca su acompasamiento, la cohesión que evita cualquier
deriva indeliberada, magia ancestral que reside en el arte mínimo de
la acentuación y, por ende, en la coordinación cavilada de un término
con otro. Una levísima, lánguida melodía traspasa la primera estrofa
del segundo poema: «Por esta claraboya, permanece en el
cuarto lo callado y siguiente. / La castidad del
muro, se deshoja en un lento fluir / de agua
suspensa; nadie / demora / la joya dispersa
del cielo que pasa.» En el primer verso el paréntesis
acentual es de 4-3-4-3; en el segundo, es de 6-6-3-3, abreviado
cadenciosamente hacia el final para asistir a esa líquida morosidad;
en el tercero es de 3-2, puesto que en una menor extensión se
incrementan las pausas con el fin de subrayar aquella misma dilación,
coronada en el cuarto con un solo término, para recuperar, en el
quinto, una ya equilibrada dinámica de 3-3-3. Es éste el valor
expresivo de la conmensuración silábica puesta a prender la agudeza de
la palabra. Y no menos palmar es el de la frase interrogativa, en su
movimiento de elevación continua, aquélla que nos recuerda, una vez
más, «[…] esa alma suspensiva / que fue la que más se inclinó al curso
mayor…»:
[…] una pregunta polifónica que no reverbera a veces, sino a partir de su confín. Interrogación retroactiva entonces, que asevera no haber límites nítidos entre afirmar y preguntar; […].[7]
«El lagar agostado es de noviembre; y es la abrumadora
/ claridad, o tan sólo la pericia / del ardor, en los asombros
contiguos / bajo la marquesina pálida, hecha briznas / sobre una
opalescencia siempre al lado de sí misma, la luz?» No hay, por cierto,
mejor asiento que el de la cima de la entonación en la que pende,
cenital, aquella luz que penetra por una claire-voie, una luz
contemplada y escrutada en la pureza de su ser, una ráfaga de
enajenamiento que representa la quintaesencia de la altura, allí donde
la palabra está transida de diafanidad, como lo ilustra la acuidad
vocálica con la que aquélla se atavía: «Entreabierta
en lo alto, la claraboya es
una / anagogía / perpleja
en los batientes ante la
ilegibilidad extensa,
ardida: / la luz en la ventalla
/ total, del cielo indehiscente.»
En esta lengua exhaustiva, en el acendramiento estético
de su estrato significante, el espesor surgente muestra, sin embargo,
su paradoja, la paradoja del sentido: «en qué otra voluntad de agua
más que el actual azul de sí, / en que la frase puede, –única–, /
encarnar toda su lengua?» Nos abismamos, pues, en las honduras de la
veta, en las capas tectónicas del lenguaje donde se cela el origen
remoto del significante y del significado; historiamos el étimo en su
crecimiento, sus mudanzas, y volvemos, posteriormente, a colmarlo de
su riqueza, de aquel brillo inaugural y postergado que disgrega la
opacidad a la que la substancia lexical nos somete en primera
instancia. Puesto que «El oro está aún aquí», es exhumado, reelaborado
en la copela de Piccoli y vertido en la creación: «En la soflama del
zócalo / una mano (o una venatoria) deviene yacimiento, estética.» Se
suceden así «ocelo», «aladar», «hypnos», «cenefa», «gualdo», «buido»,
«tafilete», «transfijo», «moharra», «péñola», «cálamo», entre otros. A
esa manifestación auroral, adensada en «Tres sonetos», se añade la
terminología de la heráldica, esa antigua disciplina dedicada a la
historia y a la descripción detallada de los escudos de armas que no
hace sino eclipsar aún más nuestro deseo de comprensión inmediata:
«sable», «gules», «cantón» nos invitan no sólo a sopesar la alianza
entre el color y el metal sino también a demorarnos sobre el
desposamiento de la figura con la letra, desposamiento que nos
recuerda el emblema, uno de los géneros más sugestivos de la
antigüedad. De arreglo más complejo que el del escudo, constaba de una
imagen (pictura, icon, imago, symbolon),
de un título (inscriptio, titulus, motto, lemma),
acompañados de una leyenda o texto explicativo (subscriptio, epigramma,
declaratio) para fijar una remitencia mutua dada al
desciframiento del sentido moral que, a modo de enigma, propalaban. Se
trataba, entonces, de una trabazón que no hacía sino enfatizar la
figurabilidad del lenguaje, según el dictamen de Horacio ut
pictura poiesis. Lo afirmaba Antonio Palomino al postular, en
palabras de Aurora Egido, que «[…] el emblema, el jeroglífico y la
empresa son distintas especies de lenguaje metafórico.»[8] Si creemos que la poesía es capaz de
hacer cita con lo inefable, si ésa es su búsqueda auténtica, ¿cómo lo
logra sino mediante la disolución y condensación alternas de un
sentido que pugna siempre por medrar en un campo de sutiles
imantaciones en el que no se nombra, en el que no se dibuja solamente
lo que es sino lo que no es, aquello que podría ser? La metáfora,
letra ahíta de imagen, procura ofrecernos una vastedad ceñida por la
analogía, el trenzado de correspondencias sobre el que el universo
poético se sostiene, su invisible arquitectura, la revelación de lo
uno en lo vario, el modelado de la forma del sentido. De cuño
arquitectónico, el tropo supone una translación calculada del
significado del verbum propium, de sentido recto, al que lo
sustituye, análogos en función de la similitudo y comulgantes
en ese lúcido puente que la imaginación instaura cuando capta la
relación encubierta que los lía, el rasgo unitivo, el tertium
comparationis, la acutezza recondita del mantuano
Baldassare Castiglione. Palpamos, en esta «fábrica elusiva», entonces,
el otro semblante de las islas como una irradiación gramatical, como
su aposición metafórica, «[…] el embanderillado / albergue, físil ante
las bardas del agua». Asistimos, en cierta escena piscatoria, en el
instante irresoluto que tercia entre la vida y la muerte, «Entre la
planicie del ser / y la planicie del no ser», a la angustiante agonía
del pez indefenso, arrebatado a su elemento: «como la inocencia que se
oye sordamente golpear / en el payol, cenceña / con su cota y con sus
óleos, // aunque inerme, sin embargo, ante los alfileres de la
asfixia».
Es éste un crisol que clama por la apoteosis de la
forma, aquélla que «[…] en el corazón y centro, tres sonetos barrocos
como forma enigmática del Libro […]»[9]
exhiben, tal como lo designa oportunamente Nicolás Rosa en «Arte
facto». El poeta ha encontrado en aquella composición clásica,
predilecta del Barroco, su «[…] métrica armonía»,[10]
su dimensión nítidamente musical gracias al constante apoyo de metro y
rima –basta recordar la etimología de ‹soneto›, derivado del italiano
sonetto que, a su vez, proviene del latino sonus:
sonido–, confluencia en la que la sintaxis se ciñe y cobra su
ondulación barroca, antes ya deslizada: «por cariátide ubicua
deshojado»; «vuelve y crece inútil vulneraria // para el vano por
efectiva llaga vivo»; «[…] la pira entre cálamos no dada / sino a
enhestar // el oro oído […]». Hace ahora suyas, en efecto, ciertas
fórmulas estilísticas caras al Siglo de Oro como, por ejemplo, la
bimembración de «(hermética sutura, herida abierta)», de un
equilibrado acompasamiento que el endecasílabo permite. Asimismo, se
enarbola, como complemento de una implacable constricción, el máximo
del sentido, el de la condición humana compendiada en el fabulario: la
del canto último, en la figura de Cycnus y en la de Narciso, emblemas
ambos de la extinción de amor que avistamos, también, en el comienzo
de la tríada. ¿Qué mentan los poemas sino nuestro crepúsculo, la
entrega, la hora en que se nos revela la forma final, perfecta, ese
limen sobre el cual la escritura se erige?
Es éste, entonces, el ensimismamiento del fluir, el
auge de la configuración de una lengua poética que no puede sino
apelar a la forma por antonomasia, la del Barroco clásico, momento
crucial en el que la palabra, objeto de labor indefinida, de
sobrepujamiento, se hace depositaria de cierta trascendencia. La
reconcentración de la palabra, propia del siglo XVII, de aquélla que
exige ser labrada con el enérgico e infatigable cincel del orfebre, es
el horizonte poético de Héctor Aldo Piccoli; «[…] la laboriosidad del
artificio», su singular, entrañable estilización, el correlato que la
consiente; su cosmovisión, la que le otorga coherencia.
Empero, si hay un diálogo con una lengua áurea que
aspira al ensanchamiento de su seno, tal como lo proclamaban los
exégetas de la época («[…] porque va descubriendo las ocultas minas y
linderos de nuestra lengua, que, como hija de la latina, es capaz de
admitir en sí anchuras y licencias de ésta»,[11]
decía Pedro Díaz de Rivas a propósito de Góngora), si lo hay con otras
lenguas, con la voz de otros poetas, porque esta poesía sabe nutrirse
de las primicias de la tradición –explícita, por lo menos, la de T. S.
Eliot, en «Lucio»–, lo hay también con aquélla inequívocamente
paradigmática. Fruto de la asimilación, de la conquista incipiente por
la cual bregaba Permutaciones, »Kleines Lied der Abendstunde«
representa la florescencia plenaria de aquel germen. Así, en un «[…]
orden sin margen…», ambas lenguas confluyen en una alta mar que
demarca la misma insistencia de ser en la letra, de una letra que
tiene la virtud de interrogar a la otra en su contundente alteridad,
en su categórica autonomía, aludiendo, sin embargo, a una integración
indefectible: «„rolle, ja rolle / rolle Schifflein hin und
her, / tanze, ja tanze / auf dem weltbewegten Meer“
// El nombre de un navío no leído / hace a lo lejos más instable
la ambigüedad del muelle. / Cinco, –cinco letras? para insistir en
ser, sobre la mar.»
Hay, en esta linde, una misma afluencia hacia un más
allá, un flujo hacia igual destello, el que la misma voz fecunda. Pues
todo se inclina a segar su forma inexorable, dolada, cuando sale de
sí. En el hálito emotivo, vibrantemente conmovedor que crispa cada
hebra poemática, aquél que no puede manar sino de una sensibilidad
aguzadísima, de una ultrasensibilidad que tiembla al evocar la «[…]
serena insistencia […]» de la esposa muerta, la montera devorada por
«[…] la cachorrita del juguete cruento» o la caída del carancho
escoltado en el «[…] cedazo decisivo» por la compañera, vemos abrirse
«el concesivo crepúsculo del límite / entre el hueso y la piedra», la
«transgresión / –del hálito, huido, o hacia el hálito, hostil?– / no
ahora, pero siempre, // apenas la forma ha transigido. // Quién, no
transige así? declina / o se estremece, sin bordes, sin bordes, en lo
liso del hálito?» En este sentido, es éste «[…] un arte que avía /
para la disolución y el infinito» y, a través de él, de esa dilución,
un anhelo de reintegración, de retorno a la integridad, se refracta en
la imagen del animal en su perenne condición ante lo abierto, la que
diera a conocer Rilke en «La octava elegía»: «y cuando va, va hacia la
eternidad, / del mismo modo en que van las fuentes»,[12] testimonio de permanencia en el
seno de su primera patria, aquélla que parece convertirse en el ámbito
unitivo de los reinos, allí donde «Túmulo, empero, la barranquita
misma, / al socaire suyo no atiplado, la arcilla / se ha abierto //
exhumando el iris inclusivo del reino en los reinos…» Se nos habla,
con la muerte, del sitio donde se restituye el todo a la unidad. ¿No
es éste el regreso a una «[…] nación extensa», aquélla que se
manifiesta en el rostro, en la mirada profunda, enigmática, opaca del
animal, imperturbable en su ensimismamiento, inentendible ya para el
hombre, el más fiel reflejo de una naturaleza que ha abandonado
definitivamente? En el dramatismo, en el extremo lirismo de «Sacra
Privata» en el que la conversación del hijo con la madre y con el
padre extracta lo más íntimo de una morada abierta, de intemperie,
hallamos la realización más intensa, tal vez, de aquella preocupación
poética nodal, la de la animalidad: «Otro borde, intangible, nos ciñe
por la izquierda / en los ojos del ganado que ha bajado a beber: //
ése es nuestro segundo horizonte; // la mirada que refiere la criatura
al sacrificio; / la mirada que espesa a la criatura / en el número
crecido para el ara. // Somos ratificados en la nación extensa / por
cada animal al padecer, / por su opacidad de retraimiento… // El dolor
en que se abisma un animal / es el lema que arde, / el lugar por donde
se rasga una bandera común / y denegada.»
Con Filiación del rumor (1993) asistimos a la
inscripción renovada de una cifra, es decir, de un término reiterado
obstinadamente, el sedimento substancial sobre el que se enarbola el
decir. En efecto, una vez que la forma ha sido concebida, se inquiere
por su continuidad, por su decidido crecimiento. Cimbra,
título de la primera sección del libro, liga a su significación
arquitectónica un matiz temporal. Es, justamente, el armazón
provisional que sustenta las dovelas hasta la instalación de la clave
en el centro de un arco o de una bóveda. Así, porque ciertos
fragmentos del poema están impregnados de su imagen, porque la
reproducen en escalas menores, se hace casi ubicua para presagiar la
curvatura de «la duna reciente», «la demora de onda en el aliento que
constela / un yermo mínimo», aquélla que «alabea el nacimiento furtivo
de la duna», para vaticinar, a la vez, una nueva a realizarse en el
porvenir. En la intemperie absoluta, en la microscopía en la que
trepida la estructura del mundo, el grano de arena arrecia en su
forma: «¿Insiste así la forma, en un grano de mundo?» En el arqueo al
que aquélla está dada, puntea también, metafórico, el entero cuerpo de
la amada, atomizando, en cada una de sus facciones, la gracia de lo
curvilíneo. La boca: «La paradoja de una línea biselada / y estricta,
/ raja de púrpura». Los aladares: «y otros dos gajos gemelos de
penumbra, / amiga mía, / laten a ambos lados, / para la concentración
y el sueño». El seno: «Del volumen el manjar parejo / surge más abajo,
/ donde el eje sazonado de la sombra / –valle, si ubérrimo, sin río– /
opone monte a monte igual.» En esta paráfrasis del canto erótico por
excelencia, el Cantar de los cantares, la figura de la mujer
es «“Fuente cerrada, fuente sellada.”» La forma primigenia se
alía, entonces, a la duración, a una duración arraigada en el
recogimiento, en la cerrazón, ese reposo en sí que no es sino el
tiempo de ensimismamiento prístino, el del «[…] capullo de asiduidad»,
el de la crisálida. Es advenimiento esperado en vigilia, promesa de
unidad y copia, preservación de la continuidad, augurio de linaje y,
por ello, «Falla de finitud […]». Nada más atinado que la imagen de la
sierpe, ciertamente reminiscencia de la gongorina «[…] sierpe de
cristal […]»,[13] símbolo, para
los antiguos, de la eternidad y perfección, para sugerir la idea de
extensión y eslabonamiento a la que se le suma el filo del siseo, el
eco aliterante de voces aglutinándose, el rumor derivado: «[…] la sierpe
iza / la filiación secreta del rumor», ésa que
«insiste en seda y celdas de
rüido». Nacida del «[…] temblor del límite […]», florece de la unidad
a la variedad: «varia se yergue, yace indivisa / revierte desde sí a
fracción mayor». Vislumbramos, aquí, el eje medular del cosmos poético
de Piccoli, cada fragmento comulgando con la totalidad a la que
coadyuva, aquélla que, en cuanto tal, no puede sino elongarse entre
los márgenes de una misma agua, entre el esplendor del alba y las
sombras del ocaso.
Ya en el escenario inaugurado por «Sacra Privata» –el
culto privado a los dioses del hogar–, en la esfera de la devoción por
lo más íntimo, en «[…] el engaste de nuestro goce del halo grupal», en
la patria indeclinable, como cuentas de un mismo rosario, se engarzan
las formas del lar, la ternura de «Romancillo de Lucio niño», en el
que repercute cierto tono infantil que afloraba en «ven» de Permutaciones.
En la letanía constante que brota del ritornello de este
primer romance, de esa pequeña marea, flujo y reflujo en el que se
mecen las estrofas, se traza un confín que demarca la distancia que
media entre la comunión maravillosa de todo aquello que puebla la
realidad, la imaginación del niño, entre su aprendizaje iniciático
–«tu voz, sumergida, / el arrullo yermo / con que el mundo imbrica /
tu forma a la forma, / al rumor, medida»– y su madurez –«allí adonde
arribas»–, edad irremediablemente inalcanzable para quien lo ha
engendrado. En las alternancias del imperativo que encabeza el
estribillo y mima las octavillas, progresa, entonces, una exhortación
patética. «Álzala», «álzalas», «llámalos», «guárdalo», «háblame»
señalan los pasajes de una memoria dada a custodiar un presente
vertiginoso que no vacila en transformarse en pasado, un susurro con
el cual se quiere entablar un diálogo adelantado, pues «naciendo
después, / todo lo anticipas». ¿No es ésta la conciencia de la
caducidad, de la fugacidad del tiempo, la frontera fatal e
irrefutable? Impregnado de una pasión de lejanía, el clímax, la cresta
de la rompiente de esta pleamar, se solidifica en la conjugación
gramatical, en el verbo y en el pronombre, allí donde se cristaliza el
yo lírico pero también donde se deslíe, donde flota y se disuelve en
aguas lustrales siendo uno y otro, zaleado por el fin, desprendido ya
de sí: «Volverá a la margen / la antigua primicia / y será ella y otra
/ mi alma desprendida // olvídame, olita / que el confín
me agita.»
La cesación que comporta la asunción del límite sobre
el que la forma postrera se yergue no es antitética con respecto a su
reverso, antes bien, encuentra en él su plenitud, la frescura de este
ciclo casi estacional que corresponde a una siguiente eclosión: «“Lo
que se rompe, / lo que se pierde, […] es semillita
/ que cae a tierra, / para que el árbol / crezca
otra vez”». Se dilata entonces, en tono y versatilidad, la
pujanza de una palabra lúdica en las estrofas de tres, cuatro, cinco y
seis pentasílabos de «Rimaquelarre – Canción para armar una sonrisa» y
pulsa, como sucedía en Permutaciones, un empeño de
simultaneidad, de variación que ya no se pliega a la interioridad del
vocablo sino a una más libre relación que la sintaxis ahora dominante
permite. Hablamos de una vinculación interestrófica que agilizan los
bordes simples, dobles, oscuros y los diversos troquelados que hacen a
la factura visual de este singular juego de palabras: «Paloma al ramo
/ pintiparada, /pinturruteada, / pintarrajeada, / rime un reclamo».
Hay, de esta suerte, un habla plural, una barahúnda de rimas, un
aquelarre portador de cierta cadencia que semeja al vocerío de las
«[…] brujas / en la montaña», cercado por la algarabía de una zoología
fantástica –animales que oficiaban de ayudantes en los rituales
diabólicos–, trazado por una leyenda antigua que se desgrana en
caracteres góticos, de aspecto arcaico y misterioso, fascinante a los
ojos del niño: »Walpurgisnacht«. Pero es ésta también una lengua
bífida, traslaticia en su conjunción idiomática y lo es, asimismo, en
su intricación anagramática. Con la sola sustitución de la ‹W› por la
‹V›, se ilumina, como extraído de un añoso cofre cuya contextura
parece remedar la diagramación espacial del poema, el nombre de la
dedicatoria que, ya terso, aparece en el segundo cuadro más destacado
de la canción: «Holanda grande, / China chiquita, / duerme Virginia, /
cierra los ojos / ve chiribitas». Una ocurrente «trama, tramoya»
escenifica el «mundo al revés», los mitos folklóricos que habitan el
alma infantil, la carnavalización briosa, el revés de la historia que,
en su parsimonioso ejercicio de transcurrir encantado, «[…] tiene el
río / en la memoria».
Si así se nos manifiesta la extraordinaria belleza que
cunde en los albores de la vida, ¿cómo reanudar el contacto con lo ido
sino por medio de la elegía, de esa entonación que inunda «Liras del
árbol sobre el azul»? Embebida de una posibilidad que se dirime entre
incompletud y consumación, entre el modo subjuntivo del deseo y el
potencial del futuro aún incierto, a saber, el dilema gramatical del
tiempo que pugna por desmentir los asertos de la mera voluntad, en la
prótasis, los restos cenicientos del árbol del paraíso reflectan, en
la apódosis, especular, su cuerpo y su persistencia nuevos, apurados
sobre la arista precisa que divide las aguas de la tierra, abiertos
entre un reino y otro, en ese instante rielante y completivo de
suspensión inextinguible, una duración que titila sin extensión: «carne
sería enclave / de criatura total en avenida, / morar,
frecuencia suave / en la onda detenida, / eternidad de adviento y
despedida.»
Sólo con la unción de quien posee la rara virtud de
abandonarse, de quien se somete como a ciertos ejercicios espirituales
con los cuales se entrega al olvido de sí, de todo lo superfluo que lo
rodea, sofrenando el paso presuroso del tiempo, se alcanza un estado
de desasimiento cardinal en el que se compendia la clave ética de la
poesía de Héctor Aldo Piccoli: la «[…] huida hacia el todo», «[…] el
retorno / a la claridad […]» que leemos en «Zéjel del ejercitante» y
que tiene su mejor síntesis en la estrofa tercera: «¿Siendo se
está en soledad / desasido de unidad, / o volviendo a la heredad, / y
es doble el desasimiento?» Se nos habla, por lo tanto, del
regreso a la sede unívoca del ser, al núcleo de gravedad, a la nación
–aquélla que parece estatuirse morfológicamente sobre la misma raíz de
nacimiento–, a la matriz abismal, al recinto doméstico más tibio donde
borbotean las voces ya arredradas, apenas audibles, sumergidas en los
visos de «un quehacer continuo del murmullo», la palabra primigenia,
constitutiva, nutricia, sahumada por los aromas de las confituras,
que, porque pretérita, nos mueve «hacia ultramar de la pregunta?» En
ruego, en conjuro de patencia aquélla se transforma, posteriormente,
para principiar un diálogo con la ausencia decisiva, un coloquio
resuelto en canto, en sagrada forma. Como resumiendo el halo
diseminado que palpamos en las diferentes referencias bíblicas a lo
largo de Si no a enhestar el oro oído y Filiación del
rumor, «Aquí sobre la mesa, junto a la ventana», único en
cuanto representa por sí solo la segunda sección del libro, Pange,
lingua –el «Canta, lengua» del himno religioso de Santo Tomás de
Aquino–, alude al misterio de la transubstanciación en ese triángulo
cuyos tres vértices calcan los tres versos de la estrofa: «Aldo:
su filo troncha aún / la corteza, y separa del pan / para tu ausencia
una rodaja». Se satura el doloroso vacío, así, con el pan de los
ángeles, con el pan supersubstancial por medio del cual se evoca, se
asume el cuerpo que sólo reaparece bajo el aire de un nombre. De este
modo, donde el pan se troza, allí, en la mesa familiar que la luz
baña, se comulga con el padre que lo ha recogido, padre que ha sido
pan, que lo es aún; comunión con la patria (Vaterland) a la que
también se vuelve, tierra donde aquél ha frutecido, trigo del que
resta «[…] el cascabillo / de la espiga que fuiste». Pero la muerte,
como el vuelco de aquel manjar hacia su centro, es la apoteosis de
toda existencia: «iluminarse así en la crisálida de ser, //
medrar y soflamarse, / hasta abstraerse por fin y derivarse…» En medio
de las sombras del sueño, de un letargo menor, ya no solamente se ve,
sino que se oye la propiedad distintiva de un sonido, la del habla,
ése, el atributo mayor que, redivivo, se siente musical, cromática,
aromáticamente, absoluto: «[…] el encordado / vivo de tu voz, y el
timbre / juvenece, el timbre hiere y embalsama / como el color de los
ciclámenes, / sin hálito, como una pura / patencia, […]». He aquí,
entonces, el sopesamiento de una presencia superlativa, la de la
palabra desasida, claridad y evidencia meridianas con las que se
naufraga amorosamente en el otro para imprimirle forma: filiación,
materia prima de filigrana que no es sino consecuencia de
desprendimiento, desprendimiento recitado por un vasto hilado lexical
que lo constela: demora, detención, distracción, desasimiento,
desatención, abstracción, entre otras tantas dicciones, en sus
conjugaciones o declinaciones alternas. Y como imitando el sentido de
esta estela múltiple, los poemas en alemán toman, asimismo, cohesión y
anchura propias, si bien enlazados al resto delicadamente ya sea
gracias a la inserción de citas –el verso de »Brot und Wein«, del
autor de Hyperion, por ejemplo–, ya sea gracias a los
epígrafes que entretejen ambas bandas y que pertenecen, curiosamente,
como puede observarse en «La ventana» y en Rosenkrone, a
Hölderlin. Así, en esa última sección, aquella otra lengua,
culminante, como la mies falcada por la hoz y arrojada por el
sembrador a la claridad, cribada, para que el grano limpio se desasga
del tamo, como una corona de rosas, logra su sazón, su buido espesor.
Fruto de una morosa faena, como si fuera el tiempo lima
purificadora –casi una década separa un libro de otro–, como si la
penumbra de la celdilla del artesano esmerilara incansablemente su
obra, Héctor Aldo Piccoli nos entrega su pieza última bajo el singular
título de Fractales (2002-), aquélla que lo sitúa, al igual
que las anteriores, en la pista de quienes conciben la gema poética
como conjunción de epifanía y labor. En ella, como resultado no de
evolución sino de sostenido crecimiento, amalgama de continuidad y
mudanza, lejos de divisar una clausura se celebra un inextinguible
inicio, un preludio de permanente inminencia: Obra en progresión,
según la define el primer subtítulo. Puesto que, in abstracto,
todo poema puede añadirse sin fin, excediendo las perspectivas de los
formatos habituales, cada vez más numeroso, también en su sentido
estrictamente métrico, musical, el de verso, podría equiparase a «[…]
un curso que en sí mismo se derrama», esparciéndose siempre indetenida
pero escrupulosamente. Lo corrobora el subtítulo segundo cuando hace
converger en sí las primicias que, entre otras, aquí se nos anuncian:
Fundamentos de una ciberpoética.
Por asumir otro soporte, ya no consagrada a desplegarse
sobre el papel del libro tradicional, la letra lo hace admirablemente
sobre la pantalla del ordenador, puesto que está dada a una búsqueda
de incesante desarrollo, a ese desarrollo tanto estructural como
semántico que perseguía el plectro de Piccoli desde sus inicios, y es
precisamente eso lo que es capaz de brindarle la herramienta moderna
por antonomasia, a saber, una invalorable suma de dispositivos que
brindan una versatilidad sin par destinados a procesarla. Hablamos de
un procesamiento textual inasequible, ilusorio en la práctica
escrituraria usual, que estriba en la potencia transformadora del
poema, la cual no cela ya sólo el poeta sino que, antes bien, comparte
el lector quien, honrado aquí, renuncia a su condición de mero
destinatario –si es que la poesía puede permitirlo en su naturaleza
conmovedoramente vocativa– para investirse con el don creador, con la
palabra del artifex, tal como lo querían, en el Barroco, los
procedimientos que apelaban a la participación del receptor. Empero,
es ésta una comunión exigente que, lejos de toda condescendencia,
exalta la noción de trabajo. Así lo confirman los mecanismos que
prodiga el ingenio electrónico: por un lado, los módulos
instrumentales –entre los que se cuentan los analizadores de
endecasílabos y alejandrinos– miran a escrutar la morfología silábica,
es decir, la complexión métrica y rítmica del verso; por otro, los
modelos poéticos proponen una escritura interactiva, la posibilidad no
sólo de sumirse en la lectura de un poema, transitoriamente acabado,
sino de injerir cambios sustantivos en él merced a las opciones que
exhibe el contexto, instancia que antecede a otra indudablemente
crucial, la creación de un texto íntegramente nuevo. Una escala de
ascenso, entonces, va esbozándose gradualmente, porque repasamos una
vía que se explaya desde el meticuloso sopesamiento de las unidades
mínimas de la palabra hasta su amplitud máxima, la de texto. Remedan
esa misma sucesión aquellos arquetipos textuales que muestran,
descerrado, un variopinto abanico. «Palimpsesto» consiente la
generación de poemas a partir de la descomposición grafemática del
vocablo «Primaveral»; los cibersonetos presentan una combinatoria de
versos con posibilidades de variación rímica y prerrímica; los
cibersonetos generativos asisten en la composición de un soneto a
partir de un esquema sintáctico y retórico sugerido; «Multiacróstico»,
sobre el telón de fondo de «Parque Sur» y del acróstico que le da
origen –«g / r / a / v / e / d / a / d / e / s / d / u / d / a / o / r
/ e / n / c / o / r / d / e / l / a / i / r / e?»–, como una orla
nimia y fértil, patentiza, gracias a series alternativas de
heptasílabos asonantes, la multiplicidad de aleaciones; «Rimaquelarre
– Canción para armar una sonrisa» asoma nuevamente para apoteosis de
su fin primero, es decir, para exhibir en acto un corolario de
conjunciones interestróficas; «Quiasmos», sobre la horma de «Tres
quiasmos en homenaje a Don Luis de Góngora», manifiesta, como
expresión ya nítida de un quehacer que resueltamente ahonda sus trazos
en el saber retórico, y más aún, en el del Barroco del ‹Homero
Español›, las variantes de aquella figura de dicción; «Lluvia
sinfónica» reúne y concierta sutilmente, como poema visual, las
diversas formas métricas que hacen de ella una itinerante
constelación. Delinean, de esta suerte, un gesto envolvente, circular,
por cierto coherente en su totalidad con respecto a Permutaciones,
pues Fractales dinamiza por completo –porque en él el impulso
dinámico es clave– el propósito que allá, por vez primera, se
adivinaba. Su apetencia de simultaneidad, la dialéctica que lo
estriaba se cataliza aquí para ser restituida flagrante y acrecentada.
Si para cada verso de «Parque Sur», por ejemplo, disponemos de cuatro
variantes de septisílabos que hacen sentido perfecto con el resto de
los que no han sido conmutados, su actualización cíclica, su
pluralidad es fehaciente. Pero, como prueba de equilibrio, subsiste y
restaña con toda su fijeza, sin embargo, la noción de estructura que,
si en Si no a enhestar el oro oído y en Filiación del
rumor principiaba y atravesaba su período de gestación, aquí
eclosiona en su fulgor espigado. Se trata, precisamente, de formas
canónicas que denuncian la asunción plenaria de un límite, de aquél
que convierte la palabra de Héctor Aldo Piccoli en palabra transida de
profunda austeridad y, por lo tanto, preñada de sentido. Es éste, con
exactitud, el umbral poético en el que la poesía puede espejarse a sí
misma, y es el mismo que enfatiza, lejos de toda frivolidad o
precipitación, Manifiesto fractal, desenlace tangible de una Weltanschauung
conceptual que, si bien tácita pero largamente meditada, surca,
desde sus comienzos, cada una de las fibras de estos escritos. Un
aserto inequívoco, que desnuda la sensitiva conciencia histórica del
poeta, así lo declara:
El hecho es que este estado de cosas ha llevado a la poesía hasta un límite sin precedentes: precisamente, el de la carencia de cualquier tipo de límite dentro del cual reconocer su identidad. No existe en este momento un arte más absolutamente falto de identidad que la poesía.[14]
¿Cómo asirlo sin volver a considerar la índole
específica, la índole rítmico-musical del verso, piedra angular de una
ancestral fragua poética que evidentemente hemos proscrito, que
erróneamente, ya sin reservas, experimentamos con una injustificable
extrañeza? En vistas de que «[…] el nuevo arte ha de construir
ordenando […]»,[15] es forzoso
acariciar los tesoros de la tradición, allí donde se custodian los
ejemplares de la artesanía poética. Y entre ellos el Barroco da las
señales de haber tocado el momento supremo de la forma, a saber, de
haber logrado concebir, contundentemente, el texto como estructura,
como sistema de planos conexos en el que cada uno cobra un excelso
espesor en su indeclinable interrelación:
[…] la coherencia arquitectónica de la cosmovisión barroca, por ejemplo –por paradójica que esta afirmación pueda resultar–, tenga quizás más que ofrecer a nuestra mirada que la de cualquier otro período histórico.[16]
No obstante, no se trata ni de un intento de simple
homologación ni de una pretensión emuladora, antes bien, de la
constatación de la existencia de un valioso paradigma de alcances
promisorios. Por esta razón, la mención de José Lezama Lima en Si
no a enhestar el oro oído no solamente establecía un puente con
el Barroco sino también una divisoria de aguas. El cuño de
contemporaneidad, aquello que inexcusablemente debe anclar al artista
a su época, imperativo del arte genuino y preocupación substancial,
inconmovible de Héctor Aldo Piccoli, sostiene que aquél puede sí
abrevar del patrimonio heredado pero sólo para posteriormente
trascenderlo. Por ende, esa mirada contemplativa, retrospectiva –¿cómo
aprender sin modelo, sin lectura histórica de los maestros?– lo que
perquiere y vaticina es el retorno a una morada de la que hemos
abdicado, a la morada de la poesía, a su raigambre musical, a su
diapasón metafórico. Y otra lección tan magistral como elemental del
siglo XVII es la que versa justamente sobre el arte de modelar la
materia, el lenguaje. Es imposible, en efecto, tallarla sin ciencia,
sin técnica. De aquí la urgencia de una nueva poética entendida como
«[…] corpus de técnicas transmisibles y condicionantes, absolutamente
necesarias para la creación […]».[17]
En estos términos, la ciberpoética, conciliación de modernidad y
tradición, el conjunto de esos rudimentos y procedimientos aliados a
la tecnología, en su libre apertura, arrellana un sendero para su
práctica y difusión. ¿Qué más pertinente, entonces, que la congruencia
de teoría, instrumental y fruto lírico hermanándose? Fractales,
por ello, desde el radical ‹fracto›, desde su propia morfología, a la
vez que invoca esa cifra que percute, insistente, desde temprano como
indisoluble inquietud poética –«en el velamen fracto del
sauzal» de Si no a enhestar el oro oído; «revierte desde sí a
fracción mayor» de Filiación del rumor; «en la fracción
y diferencia», «Del cielo la fracción cunde en la queja» de
este último libro– invoca también esa otra acepción de neta extracción
matemática, en este caso, el uso de los fractales en el portentoso
territorio de la informática. Si esta opera aperta se
desgrana como una minuciosa colección de medidas métricas canónicas,
la tensión entre estatismo y celeridad no deja de insinuar que tal
recursividad, tal isomorfismo profesa, como complemento, una profusa
variedad, el ventalle irisado del sentido, pues «nos devuelve al flujo
su fijeza». Al igual que el Barroco, aquella misma irradiación busca
replegarse siempre a la unidad que la determina, en su estructura
profunda, la forma que aquí la ciñe:
[…] el momento determinante en la arquitectura poética del barroco: el de la sujeción, la constricción estricta de la variedad desplegada a una unidad, a un orden en el que ningún elemento puede quedar desasido o en constelación, a una economía sistemática, en fin, que, signada por la sobredeterminación y la oblicuidad, funda precisamente gracias a esa antítesis entre lo plural y lo singular, entre el despliegue de lo múltiple y la remisión a lo único, su gesto de infinito y representa del modo más acabado la idea de texto.[18]
Es ése el sortilegio de este verbo complejo que, en su
expansión extrema, logra univocidad siendo, en su intermitencia, uno y
otro. ¿No es la realidad última de la metáfora, con su inflexible
trasfondo conceptual, como lo quería Gracián, o la del poema en toda
su despejada magnitud que busca diafanizarse, resolverse, a veces, en
el cañamazo del epígrafe, en las notas del autor que lo acompañan?[19] Es por ello, la de Héctor Aldo
Piccoli, palabra abierta y desprendida en los dioramas que frisa, allí
donde, en su éxtasis perdurable, nos muestra su cabal escisión y
reconcentración sucesiva; es diamantina, limada y lamida –en la
conjunción horacio-virgiliana que Góngora acuñara para denotar la
disciplina y el amor con que se alumbra el número–; es vastedad y
detalle, como la isla es unidad y delta en el horizonte, como la nube
que se deslíe en halos jironados y luego vira a nuevo ceñimiento,
propalando «[…] el arte sencillo / de abrirse al gran raudal», como la
mariposa que, crisálida y cumplimiento, en su rielante levitación, nos
revela «ser una y ser manojos / en la noche cïega y en sus
ojos.» La estética de Héctor Aldo Piccoli reside, indudablemente, en
la belleza de la forma.
Claudio J. Sguro
Febrero de 2006
[1] Cf. nota del autor al poema «Matrices».
[2] BORGES, Jorge L.– «E. E. Cummigs», en Textos Cautivos. Madrid, Alianza Editorial, 1998, p. 105-106.
[3] GÓNGORA Y ARGOTE, Don Luis de.– «Soledad Segunda», en Obras completas de don Luis de Góngora en CD-Rom. Rosario, Ediciones Nueva Hélade, 1999.
[4] GÓNGORA, Luis de.– Soledades. Madrid, Editorial Castalia, 1994, p. 430.
[5] PICCOLI, Héctor A.– Poética de Aldo Oliva. SueltoS de Revista Mirto 1. Rosario, marzo 2017, 3. (Leído el 7 de octubre de 2002, con motivo de la presentación de Una batalla.)
[6] NAVARRO TOMÁS, Tomás.– «Observaciones preliminares», en Métrica española. Barcelona, Editorial Labor, 1995, p. 31, 29.
[7] PICCOLI, Héctor A.– Juanele (texto leído en la Facultad de Humanidades y Artes –U.N.R.–, durante el acto de homenaje a Juan L. Ortiz, organizado por la Escuela de Graduados en octubre de 1987). Inédito, 1987.
[8] EGIDO, Aurora.– «La página y el lienzo: sobre las relaciones entre poesía y pintura», en Fronteras de la poesía en el Barroco. Barcelona, Editorial Crítica, 1990, p. 176.
[9] ROSA, Nicolás.– «Arte facto», en Si no a enhestar el oro oído. Rosario, Ediciones La Cachimba, 1983, p. 6.
[10] GÓNGORA Y ARGOTE, Don Luis de.– «Soledad Primera», en Obras completas de don Luis de Góngora en CD-Rom. Rosario, Ediciones Nueva Hélade, 1999.
[11] DÍAZ DE RIVAS, Pedro.– «Discursos apologéticos», en Documentos gongorinos. México, El Colegio de México, 1960, p. 105-106.
[12] RILKE, Rainer M.– «La octava elegía» [en línea]. Traducción de Héctor A. Piccoli. En el ítem Lírica alemana y más / Literatura finisecular (1890-1920), en https://www.bibliele.com
[13] GÓNGORA Y ARGOTE, Don Luis de.– «Soledad Primera», en Obras completas de don Luis de Góngora en CD-Rom. Rosario, Ediciones Nueva Hélade, 1999.
[14] PICCOLI, Héctor A.– Manifiesto fractal [en línea], en https://www.bibliele.com
[15] PICCOLI, Héctor A.– Manifiesto…
[16] PICCOLI, Héctor A.– Manifiesto…
[17] PICCOLI, Héctor A.– Manifiesto…
[18] PICCOLI, Héctor A.– «Poesía del barroco alemán», en Poesía de Rosario. N° 7 (1998), p. 3-16.
[19] Las notas del autor a los poemas están señaladas por medio de un asterisco. En lo que concierne a su cometido, Cf., en «Notas», «Sobre las notas de autor a los poemas».