De dos mares mínimos
aves sucesivas
llevan a las cosas
tu azul y ensimisman
con sus nombres nuevos
la luz que salpica
de aleda más lúcida
el mar al que miras:
álzala, olita
que el confín se agita.
Las criaturas nadan
en el agua íntima
y el sopor de ser
siente igual y abisma
hierba, espejo, cielo,
pluma, luna, niña,
piedra y pececito;
su diáspora evita
y álzalas, olita
que el confín se agita.
Nada te es ajeno,
lo extraño extasía
–rompiente en la espuma–
su bruma en tu día:
ciervo, hormiga y oso
tienen vocecitas
que en tu “¿cómo hace?”
los identifican
llámalos, olita
que el confín se agita.
Todo lo entrañable
–la brasa encendida–
duele antes de ti,
duerme en tu vigilia
y en tu sueño vela:
cicatriz y herida,
naciendo después,
todo lo anticipas
guárdalo, olita
que el confín se agita.
Al crecer la música
los bronces complican
el hálito unísono;
tu voz, sumergida,
el arrullo yermo
con que el mundo imbrica
tu forma a la forma,
al rumor, medida
háblame, olita
que el confín se agita.
No podré esperarte
allí adonde arribas,
pero esta pasión,
¿no es de lejanía?
Volverá a la margen
la antigua primicia
y será ella y otra
mi alma desprendida
olvídame, olita
que el confín me agita.