De pasajera fragua
‹recóndita agudeza›
sueña el concepto: empieza
un celaje y arde el agua…
Del silencio es mostranza
primera, afán de semejanza
en un estanque que ilumina,
vector de amor que desespera
en la fracción y diferencia
la nieve del cordero que acrimina:
su impío azul, la quinta esencia
del desamparo y embriaguez de hielo,
con que, sin ella, nos inhibe el cielo.
Por eso se dispersa, pasa y nos oculta
la yerma santidad que dice nuestro enigma
al azimut absorto, al magma, a niebla inculta;
columna o mensajera atenuada en el estigma
de la espera, afirma a quien busca un encuentro
las fugas del contorno, la vanidad del centro.
(El parhelio,
en la aguda luz del día,
resigna halo y simetría
a la inescrutabilidad del sello)
Si un gélido zarcillo
asido a lo abisal
hace el arte sencillo
de abrirse al gran raudal;
si barbas sin astil
desisten en la hondura
del calado sutil
de una escritura:
¿qué arraigaría en tierra
al elocuente labio, a la mano que se cierra?
La jirone la alta estatura del paisaje
o se curve ciñendo la oquedad del llano,
si un cardinal oscuro acrece su mensaje,
es otra voluntad, es luz del hades, que el vano
del pasaje estremece y alimenta:
el fulgor y la fertilidad de la tormenta.