Para Laura, oyendo un cuento que le dedicara su padre, siendo niña.
De libélula el ala, ilegible palidez
que cifra el desamparo y abisma a la criatura
en la injusticia impar, escala el aire y procura
encuadernar rumor a un viso, una y otra vez;
ebria de entrega se alza hacia el fanal y sola,
que no la abrasa y hunde en monótona esmeralda
–de medrar, la osadía no siempre así se salda–,
sino que con color la engalana y tornasola.
Te irisa así el fulgor del alba imaginada,
estremece los párpados, enciende el prieto
enjambre de la seda en cabellos y mirada;
porque ya, donde creces, nada está sujeto
más que ese amor raigal, con que un mundo acude en cada
mera onda, a la hondura que imana y acometo.