El frío septembrino de la tarde
se desgaja como una mandarina
en transido arrebol con que se inclina
el cielo hacia el instante en el que arde
y el perfume es la cauta disciplina
de un pasado pluvioso y del alarde
del vuelo, sin abismo que lo guarde,
cuando se alza en sí, dura e ilumina.
Aquí no hay nadie, y cada cosa inerme
está absorta en el aire que transcurre,
se encoge en la penumbra y se aduerme
como en la duna arena que recurre,
mientras en ojos del que llega, ahiladas,
se hunden figuras íntimas, miniadas.