A quien leyere

 


1


Hace poco más de un siglo, los movimientos de vanguardia sacudieron al mundo artístico de occidente. En el caso de la poesía, los autores más representativos comenzaron a cuestionar los fundamentos de la poética clasicista, esto es, aquellos principios que imperaban en gran parte de Europa desde la antigüedad grecorromana y que el Renacimiento recuperó para las lenguas vernáculas, impuestos y asimilados en este lado del Atlántico unos años después de la conquista. Hablando en sentido lato, y remitiéndonos a la experiencia latinoamericana, el quiebre impulsado por las vanguardias afectó sobre todo al plano formal de la poesía. De modo progresivo, las formas cerradas fueron suplantadas por las abiertas y el verso métrico se dispersó en el verso libre. La rima, por su parte, lentamente se fue diluyendo. Con todo, ya sea por su prestigio, por su legado o por su atracción, las formas cerradas y el verso métrico se siguieron cultivando con mayor o menor fortuna en nuestra poesía. Ahí están, entre otros, los sonetos de César Vallejo, las liras de Jorge Cuesta o la perfecta combinación de endecasílabos y heptasílabos de Jacobo Fijman, sin recordar la pervivencia del romance. La poesía de Héctor A. Piccoli, al menos desde Si no a enhestar el oro oído (1983), se inscribe con peso propio en esta misma tendencia formal, la cual se consolida de manera absoluta en La nube vulnerada, poemario que recurre sistemáticamente –no así los anteriores– al verso métrico, a la rima consonante y a una serie de estructuras tradicionales (soneto, terceto, octava, estrofa alirada, serventesio, sexteto, coplas de pie quebrado). Como señalara Claudia Caisso, pensar que por ello la poesía de Piccoli es una «mera actitud regresiva o regrediente» sería no entender su gesto transgresor ni la reflexión crítica que nos sugiere a la hora de medir las consecuencias que han tenido las vanguardias en la poesía contemporánea, poesía que en muchos casos pareciera obviar, u olvidar, el «espesor histórico de la tradición»:

En un gesto que ha sido típico de las vanguardias, Héctor Piccoli toma distancia respecto de ellas. Vuelve a recordar que no hay genuina transgresión sin transformación de la tradición, y al hacerlo, señala como vacuas las exploraciones falsamente rupturistas que en realidad desconocen absolutamente el poder del pasado. Lejos de idealizar ese pasado, Piccoli hace señas sobre el tremendo vigor que late, todavía en él, en sus estadios vivientes.[1]

La nube vulnerada, el quinto libro que el autor publica en formato impreso luego de una década, inicia entonces con un espléndido soneto escrito en versos alejandrinos a raíz del quincuagésimo cumpleaños de Sonia M. Yebara. Uno esperaría un soneto celebratorio, como de hecho sucede con otro del libro, pero no, Piccoli desarrolla aquí un tema de raigambre clásica: el paso del tiempo, el ineludible caminar del ser humano hacia la nada. Este movimiento, el temor de sentirse cada vez más cerca de la muerte, se evoca mediante los cuatro elementos que se distribuyen verticalmente en la primera cuarteta: el «crujiente rubor», el fuego, la llama que se consume; el «polvo numeroso», la tierra que tarde o temprano nos cubrirá; el «ala», el aire, sinécdoque del ave que desde las alturas cae al agua purificadora; la «roca rugiente», el agua que estalla y lima la piedra que resiste. Si estas imágenes recuerdan «los signos del legado», si aluden a la dispersión y a la muerte, sugieren al mismo tiempo el misterio y la belleza de la naturaleza, el éxtasis que provoca su contemplación, el placer de ver cómo, a pesar de todo, seguimos persistiendo. Los tercetos que cierran el poema parecen ir en esta dirección:

insiste, llama esbelta, tierra, ala, marejada,
que mientras el desvelo insinúa su demora
en número, en encaje, ablución arrebolada,

te defiende sufrir la concurrencia de la hora
y dirimir tu vana contienda con la nada,
que te sabe, y nutre, y niega y corrobora.

Los cuatro elementos distribuidos en la primera estrofa se recuperan de forma horizontal en el primer alejandrino del terceto, recurso típico del renacimiento y que Góngora explotará en «Mientras por competir con tu cabello», no en balde un soneto que alude a la belleza transitoria e invita a gozar de la juventud, soneto que funciona como hipotexto estructural y temático. Empero, en el poema de Piccoli, el carpe diem horaciano y el collige virgo rosas de Ausonio van más allá de la primavera vital: los cincuenta años vividos dan cuenta de la imposibilidad de ganarle la batalla al tiempo y de los embates sufridos (‹la vana contienda›); pero también nos hacen ver que esa misma batalla es la que nos ha mantenido en pie y, por tanto, debemos gozar la edad madura.

El soneto instaura así una inquietud que La nube vulnerada irá plasmando desde distintos ángulos en una suerte de perspectiva cubista: la enigmática relación entre la pérdida y la pervivencia, entre la dispersión y la integridad. Asimismo, e importa señalarlo de una vez, Piccoli remite de entrada a Góngora, figura que sobrevuela el poemario y a quien le dedica, incluso, tres quiasmos donde se filtra el ambiente bucólico –pastoril y piscatorio– de las Soledades. De hecho, para plasmar esas inquietantes relaciones, La nube vulnerada actualiza un conjunto de motivos literarios que alcanzaron su mayor expresión durante el siglo XVII, durante ese período conocido –y desconocido– como Barroco, cuya cosmovisión, cuya «coherencia arquitectónica… tenga quizás más que ofrecer a nuestra mirada que la de cualquier otro período histórico».[2] Así, por ejemplo, los estragos que produce el paso del tiempo reaparecen, con todo su relieve clásico, en los tres sonetos de figurada arquitectura que reelaboran el tema de las ruinas para mostrar la ubicua fugacidad de lo existente –piénsese en Quevedo: «Buscas a Roma en Roma, oh peregrino»– y en el provocador soneto dedicado a la rosa, emblema por excelencia de lo efímero –piénsese en sor Juana: «Rosa divina que en gentil cultura». Pero el guiño hacia ese pasado viviente no es gratuito: las ruinas son también centrales en la poesía moderna, en particular en La tierra yerma y en Los hombres huecos de T. S. Eliot, voz poética que regresa con notable insistencia en la poesía de Piccoli. ¿No son las ruinas la cara moderna del caos (poético, político, social, humano)? En cuanto a la rosa, Piccoli resalta ese instante exacto y mínimo en que llega al esplendor de su forma, cuando pacta «con el ojo o la abeja entrega plena»; forma que se consagra «en prisión, eterna, intacta,/ por la necesidad que la condena». Por tanto, la rosa deviene una indagación en torno al problema de la forma poética y a la labor misma del poeta, que labra su verso, su flor, como un «paciente y sigiloso orfebre, bajo el amparo de una matriz ponderada con celo pero siempre en espontánea y constante recreación».[3]

Naturalmente, poetizar el paso del tiempo implica reflexionar sobre un enigma mayor: el enigma de la muerte, introducido –no puede ser casual– con otro motivo propio del siglo XVII, en este caso pictórico: la calavera que acompaña y alumbra los retratos de santos, motivo que Piccoli renueva describiendo cuerpos y rostros muertos. A diferencia de sus modelos –nueva hendidura–, en esta serie de poemas –cuatro en total– no hay una delectación en lo que se descompone, la truculencia moralizante de los poetas áureos, sino un intento por descubrir el enigma mismo de la vida y de la muerte en los rasgos que han quedado impresos en el cadáver:

De tu rostro aún propio y ya extraviado
los rasgos ciñe en fintas de sonrisa
una cifra resuelta al otro lado,
que esboza el enigma y lo exorciza…

De esta manera, el cadáver es cifra y señal del paso hacia otro estado que se vela y revela en la mirada y el silencio («hialino el ojo, roto el labio, empecinado/ estás en resumirte y tardas,…// cavilas con un terco mutismo y te refieres/ a lo que implica en todo, abroquelado en nada»),  o en la posición fetal del hombre de Tollund, la cual sugiere que el cuerpo «fuga hacia un fin distinto», pero a «un principio igual al de todos»; nacimiento y muerte se tocan así en los extremos, en el clásico juego de la coincidentia oppositorum.

El esfuerzo por definir o comprehender lo indefinible adquiere una dimensión personal en «Meditatio mori», donde Piccoli medita –valga la redundancia– sobre su propio tránsito, imaginado como «un cansancio lento, lento» (un sueño eterno donde se van diluyendo los contornos) o como un «golpe plúmbeo», un desfallecimiento blando e instantáneo. A la mitad del poema aflora un temor: que la muerte no sea «el apremio que cautiva,/ ebrio y febril, el juicio en el retiro,», lo cual bien puede aludir a la pérdida de la razón o a la imposibilidad de asir, estando vivo, las palabras y las cosas; un temor que despunta de manera estremecedora en el poema «Afasia», dedicado a un familiar enfermo:

Abierta prisión de lo que crece
sin nombre en la patencia de las cosas,
isla del mismo mar en que perece
lo tangible, entre voces presurosas…

Vinculados al tema de la muerte, La nube vulnerada presenta un conjunto de doce epitafios, inscripciones anónimas de voces que se resisten a dejar la tierra. ¿Qué tienen en común y por qué se distinguen estos poemas? Por un lado, todos se reducen a dos versos pareados, endecasílabos o alejandrinos; tal molde remite al dístico grecolatino y a la tradición epigramática: en esos dos versos, el poeta debe concentrar al máximo el sentido, debe lucir su agudeza. Pero además, los epitafios suponen un intermezzo en la progresión del poemario, una pausa. Y esta pausa se caracteriza, acorde con la prosapia epigramática, por yuxtaponer al plano serio del contenido mortuorio un plano jocoso, irónico o, si se quiere, satírico; vena que, por cierto, recorre en pequeñas dosis los otros poemarios de Piccoli. Así, la muerte o el misterio de la muerte exhiben otro matiz, como si el tono agudo y socarrón intentara conjurarla o, cuanto menos, templar su peso.



2


        En La nube vulnerada, la sostenida reflexión sobre la ausencia, sobre la pérdida que está en todas partes y que nos acosa de múltiples formas, tiene lugar en un momento preciso: el crepúsculo, espacio intermedio entre el día y la noche, entre la muerte y la vida («Después y antes no hay tiempo: está el mar, sin el acento/ de tu voz, sin la prisa del eco en la calina»); cuando «cada cosa inerme/ está absorta en el aire que transcurre,»; espacio donde, además, cristaliza la técnica del claroscuro («El jardín se resiente de noche en claves diurnas»), insinuando que los límites son difusos y se entremezclan. Junto al crepúsculo, otro instante intermedio: el sueño, no en vano descrito como un «teatro crepuscular de entelequias sucesivas/ y rigor figural,», como otra variante de lo que es, fue y regresa, donde las imágenes deambulan confusas y de una manera tan enigmática como la misma muerte, por quien «tantas veces se dijo que soñábamos». El sueño convoca así, en su transcurrir, «a los ausentes» para que «sigan morando en nuestras vidas». Y esos que retornan, que surcan con «vocación unánime» las aguas volubles del sueño desde que empieza hasta que termina ¿no son, acaso, los que amamos?

La pérdida y el recuerdo, lo que fuga y lo que permanece son el tema medular, y vital, de «Elegía», un género que Piccoli despliega en sus libros precedentes y que ahora se resuelve desde el punto de vista formal en magníficos tercetos, al mejor estilo garcilasiano. El poema, al decir de Sguro, «reanuda el contacto con lo ido» y La nube vulnerada intenta decir lo íntimo recordando años y aventuras lejanas, cuando no había «horror de borrasca», cuando la «bonanza era ilusoria». El cuerpo muerto, el cadáver disuelto en la nada se transfiguran en ‹alma que conjetura› más allá del límite terreno y a la que el poeta le pregunta sobre el enigma de la piedra, la flor, el espacio, sabiendo de antemano que ya no es posible platicar, andar juntos, abrazarse, concluir todo aquello que ha quedado pendiente. Es realmente difícil concluir la lectura del poema por la conmoción que produce; Piccoli alcanza aquí la cumbre de la expresión lírica: el poeta reflexivo que neutraliza en muchos lugares su yo en clara filiación áurea, cede frente a la tradición romántica y se nombra plenamente a sí mismo –el yo nominal, inscrito en el poema, reaparecerá sólo una vez más y con otra intensidad, casi como complemento métrico, en las ‹Coplas sobre la fugacidad›.

El tono íntimo de «Elegía» despunta en otros poemas de La nube vulnerada, escritos también desde el interior del hogar, desde la intimidad de la aldea: la cornetilla del vendedor ambulante anunciando su mercancía, la dulce artillería de una voz que llega –¿la del pájaro?– y que «nos llama al asombro y a la vida», la interrogación sobre el aura de la amada –musical, pictórica–, la noche silenciosa, el recuerdo, en tono cuasi elegíaco, de la ex esposa, cuya ausencia se abisma en el vacío de la casa (el eco muerto de la nata cayendo en la taza, la hiedra moribunda, las presencias extrañas). Esta voz serena se proyecta asimismo sobre el espacio exterior para describir, por ejemplo, la belleza del mar. La nube vulnerada construye así pequeñas estampas naturales que traen recuerdos de la infancia al «hombre que se aleja» mientras contempla el cielo naranja y lila que se erige sobre las aguas ventosas, donde el pájaro revolotea, donde la espuma choca contra la escollera, en un ritmo que sume y que aletarga. Imágenes serenas que se forman y surgen de una morosa contemplación, donde se funden y confunden el presente y el pasado. El mismo tono intimista, que aligera la densidad conceptual del libro, se constriñe en los haikus, donde el poeta interroga aquello que está en inmóvil fugacidad: la huella, la ola, el sueño, el viento, el estío. De alguna manera, La nube vulnerada es un intento sostenido por hacer presente aquello que está herido, por asir mediante la palabra lo que muta y se descompone, aquello que recurre como la arena en la duna.

El estrecho y mistérico vínculo que el ser guarda con la nada, lo uno con lo diverso, lo múltiple con la unidad, se concentra en (ἄ)/ τομος, denso y arduo poema que resume las distintas teorías atómicas desde Demócrito hasta el siglo XIX. Este repaso entre científico y filosófico, que no deja de ser un intento por repoetizar la naturaleza de las cosas, es, ante todo, una explicación genética del universo, de esa naturaleza proteica que La nube vulnerada nunca cesa de interrogar. Pero, ¿no son las distintas teorías atómicas el espejo donde se refracta la poética de Piccoli, una poética donde «la forma florece en lo que al vórtice se rinde», que «anega, hiere y sutura/ cada forma, y la muta y la guarda del ultraje», que «escinde el límite en más pequeñas ínsulas», que une «la ribera constante… a la que fuga»? Si esto es así, podríamos decir que la estructura fija y formal que ciñe al verso de Piccoli, como el átomo, libera y expande su contenido, en la medida en que cada poema reflexiona en un espacio limitado sobre aquello que no tiene límites, en la medida en que la voz poética descubre e indaga lo enigmático y lo indefinible. La nube vulnerada logra así el ansiado equilibrio entre forma y contendido, entre res y verba.



3


        ¿Es el poeta un ser inspirado que responde al furor poético que le dicta la musa o ha ganado su arte a fuerza de trabajo y estudio? A lo largo de la historia, los precursores de la crítica literaria, los célebres preceptistas, nunca llegaron a un acuerdo e inclinaron el fiel de la balanza hacia uno de los dos extremos. En cierto sentido, la disputa era sobre todo para medir el caudal erudito de los contrincantes; a fin de cuentas, la poética clasicista no concebía el arte por fuera de la técnica y durante siglos se dedicó a estudiarla y ejemplificarla, lo cual cobró un auge extraordinario a partir del Renacimiento italiano, cuando comienzan a aparecer las primeras poéticas modernas. Y si bien durante el siglo XVII el ingenio pasa al primer plano, nadie en su sano juicio diría que los poetas desconocían las técnicas y los procedimientos legendarios de la tradición grecolatina; de hecho, los conocían al dedillo. En el fondo, sabían que el furor de la inspiración debía complementarse con el conocimiento de la técnica.

Como observa el mismo Piccoli, la poesía contemporánea asume «la abstrusa idea de que –a diferencia de la pintura o la música, por ejemplo– el arte poético no estaría constituido por un corpus de técnicas transmisibles y condicionantes, absolutamente necesarias para la creación».[4] La trascendencia y el empleo consciente de esas ‹técnicas transmisibles› en la obra de Piccoli reclaman un trabajo amplio y profundo. Por lo pronto, sólo diremos que La nube vulnerada, en tanto parte de ese plan programático por recuperar ciertos modelos del pasado, vuelve a poner en escena numerosas palabras cultas y no pocos arcaísmos. Semejante apuesta estilística tiene una larga ascendencia en la poesía española y remite de nueva cuenta a Góngora, tan censurado por ello en su momento. En Arte Facta, Nicolás Rosa apunta que la ‹pasión etimológica› de Piccoli responde a una ‹pasión arqueológica› que pretende, con sus particularidades, reactivar el supuesto origen de la palabra o bien su simulacro.[5] Podría añadirse que también se relaciona con uno de los principios que guían la escritura de Góngora en su etapa más madura: enriquecer la lengua poética, tan desgastada entonces como ahora; desgaste que en la actualidad no es ajeno al general «desvalimiento de la palabra» que se opera desde el poder mediático y cuyos fines son bastante evidentes, puesto que «si se nos despoja de la palabra, se nos despoja a la vez de la capacidad de articular el pensamiento».[6]

La densidad léxica de La nube vulnerada produce un doble desplazamiento: por un lado, nos obliga a consultar el Diccionario –el tesoro de la lengua–, enriqueciendo así nuestra propia competencia lingüística. Por otro, acecha a las palabras ordinarias, las cuales no siempre están empleadas en su acepción regular sino en su acepción culta (los desconcertantes cultismos semánticos) o bien pueden recibir más de un significado (dilogía). Al mismo tiempo, la pasión etimológica persigue, como en el modelo, explotar al máximo los recursos fónicos de la lengua. Se producen así sorprendentes aliteraciones: ‹acribia nupcial› (b-p), ‹el verticilo de tus brazos› (ver-bra), ‹la ínfula ardida del arcén exhala›  (ar-ar), ‹el lago que en los plátanos cintila y suspende› (cin-sus), «clinamen fértil, no el pleno número tardío» (cli-ple; namen-númer). Mediante la aliteración –el Stabreim en sentido amplio, diría Piccoli–, La nube vulnerada recupera la capacidad de la poesía para producir un efecto mágico, un embeleso en el lector a través de la modulación sonora de las palabras, tal como ocurría en la poesía medieval, donde las aliteraciones hacían efectivos determinados conjuros. Este efecto encantatorio se corresponde o bien se afirma de manera contundente con la construcción métrica y rítmica que signa a todos los poemas, construcción que, huelga repetirlo, retoma y reelabora los moldes métricos de la tradición española.[7]

Por lo anterior, no sería exagerado concebir a La nube vulnerada como la sucesión armónica de pequeñas piezas musicales con momentos de gran profundidad –botón de muestra: «Cuatro iluminaciones para María Lucía»–. Y en ellas, en su transcurrir y en su centro mismo, sobresale la metáfora, esa comparación abreviada que tiene la capacidad única de aliar en el espacio mínimo del sintagma «la curva y el sonido». Junto con imágenes de cuño simbolista que evocan o sugieren lo que producen ciertas impresiones (la muerte, umbral hacia lo desconocido, se compara con pétalos que «se asombran si se abren en el frío»), Piccoli recuerda que la metáfora responde también a una estructura lógica que acerca dos realidades distantes que guardan una semejanza tan puntual como insólita. La metáfora, por tanto, como agudeza, como concepto elevado que, al decir de Baltasar Gracián, «exprime la correspondencia que se halla entre los objetos». La demanda que Piccoli le impone al lector puede parecer desmesurada o irreverente, a más de uno le molestará, pero en la resolución del enigma, en el célebre salto de ingenio, reside gran parte del deleite y de la enseñanza de la poesía. Así, por ejemplo, cuando descubrimos que un «doblón incandescente» –la moneda de oro, en cuyo étimo late el doblar de las campanas–, alude al sol, bella metáfora que además construye la imagen del crepúsculo en una correlación semántica perfecta: «un doblón incandescente/ devalúa la tarde hasta el olvido», el sol cae en el horizonte, la tarde cede frente a la inminencia de la noche.

Nicolás Rosa resumía la poesía de Piccoli con un sintagma genial: «trama clásica y simulacro de hálito virgiliano»; genial, sin duda, pero es preciso reorganizarlo y matizarlo: la trama recupera en varios lugares los temas y motivos de la poética clasicista, de acuerdo; pero la voz del poeta es genuina, y su hálito, único y exclusivo, un hálito, si se quiere, piccoliano. Y podrás sentirlo, dichoso lector, en el libro que tienes en tus manos.

Tadeo P. Stein, Tlalpan, Ciudad de México, enero de 2016

 


[1] Claudia Caisso, «Héctor A. Piccoli, Antología poética (Rosario, Serapis, 2006). Reseña», Aisthesis (Pontificia Universidad Católica de Chile), núm. 41, 2007, p. 153.

[2] Héctor A. Piccoli, Manifiesto fractal, en línea: http://www.bibliele.com/?Ciberpoesía:Manifiesto_fractal.

[3] Claudio J. Sguro, «Estudio preliminar. El éxtasis de la palabra, el éxtasis de la forma», en Héctor A. Piccoli, Antología poética, Rosario, Serapis, 2006, p. 9.

[4] Héctor A. Piccoli, Manifiesto fractal

[5] Nicolás Rosa, «Arte Facta», en Héctor A. Piccoli, Si no a enhestar el oro oído, Rosario, Ediciones La Cachimba, 1983, p. 12.

[6] Héctor A. Piccoli, Manifiesto fractal

[7] El problema de la versificación es central en las reflexiones de Piccoli. Véase Héctor A. Piccoli y Claudio J. Sguro, Sobre la versificación. Reflexión histórica y una propuesta contemporánea, Rosario, AGLeR (Asociación de Graduados en Letras), 2014.