Néstor sobre la bandera, 5/12/2002
Aquí yo otra vez, hermanos,
aunque nadie se lo espera
–dentro estoy y sigo afuera–,
para pensar un instante
en aquel tema urticante:
«el amor a la bandera»
Entre todas las enseñas
una yo amé de gurí,
fue… la primera que vi:
color de nieve y de cielo,
tres franjas, sol y el consuelo
de saberla para mí.
Más tarde, se los confieso,
otra insignia me sedujo,
sin bandas, cruces ni lujo,
llana como un arrabal:
dos señas como dibujo:
traía las herramientas
de campo y de ciudad,
para sellar la hermandad
de obreros y campesinos,
negros, blancos, indios, chinos,
sin yugo del capital.
Era la hoz en la mies
y el martillo en el metal,
para perjuicio del mal
y bien de gran Cofradía,
que llaman hoy «Utopía»…
¡Qué confusión general!
Y de otras enseñas sé,
cual la star spangled banner,
copiarla con el escáner…
¡recuerdo que lo intenté!,
queriendo a fuerza de fe
dejarla como matambre,
sólo que no lo logré…
arpía de uña alevosa,
cubre el mundo como losa
y la muerte desparrama,
riega sangre, oro en la grama
de las tierras que destroza.
O la otra, demencial,
de la cruz despatarrada,
ésa que llaman ‹gamada›,
aunque del gamo no tenga
ni pizca que le convenga:
ésa odia y anonada…
Bandera es prenda de patria,
eso lo sabe cualquiera,
reliquia de sí o quimera,
la exalta el rico tramposo
y la defiende el rotoso
sangrando por la pechera.
De estos ejemplos colijo
verdad simple y muy sencilla
que en confusa noche aun brilla:
si de ‹nacional› se trata,
se me frunce y abatata
ya corazón y mollera,
pues es y será como era
–si lo sabrá el retamoso…–
siempre un amor peligroso
«el amor a la bandera».