Bramido subonfálico en la bruma,
sin que una luz aciaga reconcentre
más que el rasguido que su encaje suma
a la sordina alrededor del vientre.
El tantálico anhelo de una paz
de las entrañas, que subvierte y turba
esa punzada, sin cesar jamás,
del dolor es bisel, cerrada curva.
Parálisis, desmayo y desabrigo,
destemple de una vida doblegada,
que enmudecido mundo hunde consigo,
del que sólo espejismo sobrenada.
Muy otro el raudo, lacerante dardo
que transverbera la rojiza urdimbre,
desposee a los seres del resguardo
de sentirse uno, al hombre hace que cimbre
genuflexo, y en cada coyuntura
le hable una zarza ardiente en una lengua
impenetrable. Y otra voz murmura,
tampoco oída –aunque el tormento mengua–,
más que desde el letargo en que se encierra
paz del reposo y veleidad del vuelo,
cuando seca la savia, extinto el celo,
nos avenimos a integrar la tierra.