Arte Facto

 

 

El Barroco clásico se elabora –y elabora– una tropología: genera tropos que adquieren una figura, un peso y un volumen tectónico, es decir un relieve, una arqui-tectura, una archi-escritura. Esa «varia arquitectura» que Calderón –en la tradición española– asimilaba al mundo inferior –sombras y espejos– para diferenciarlo de ese «celeste» del que usurpaba los reflejos. Una tropología, un saber sobre los tropos, es un saber incierto a pesar de su estricta codificación. Intentando dar cuenta de la alusión (la alusividad) se alude a sí mismo y se confunde con su propio origen: construye un montaje barroco de tropos (como taxonomía), una hipercodificación de emblemas (como sistemática) y un saber enigmático (como sujeto). Pero es un enigma que convoca la pregunta por el código más que por el codificador. No se pregunta por el sujeto, pregunta por el enigma, que, por momentos, se resuelve en un enigma cultural (el enigma de la cultura). Existiría –según parece– un barroco moderno: no podemos usar otro nombre frente a la proliferación de formas barrocas que se instauran, en distintos niveles, en la literatura actual. Ya una larga tradición de la crítica ha hablado de ello. Y enfrentados –léase la hipérbole– y enfrentados a un texto como el de Héctor Piccoli la pregunta vuelve a surgir en una recurrencia que aleja toda ingenuidad. En un texto donde aparecen, en el corazón y en el centro, tres sonetos barrocos como forma enigmática del Libro –a los que hay que agregar el extrañamiento lingüístico de los textos alemanes, en lengua alemana–, más la constante apelación a todo el instrumental reconocido como específicamente –estilísticamente– barroco, la pregunta se sostiene. Espejo de la historia del texto, horizonte de lengua, forma matrix de la escritura poética, debemos convocar sus fantasmas para orientar una operación de lectura que, a su vez, pueda construirse como una puesta en escena del espectacular teatro –simultáneamente arcaico– de su protohistoria.

Una gramática sintagmática (habría posibilidad de elaborar una gramática de transformaciones) del Barroco podría señalar, provisionalmente, las siguientes reglas: la coextensividad necesaria de Ste / Sdo en un registro temporo-espacial de doble régimen: el Ste alude a un Sdo elidido –que se elude– pero que puede ser recuperado en la reconstrucción del código; esta reconstrucción depende de la capacidad de lectura, del recurso filológico, de la imaginación del «crítico», de la labilidad de la sustancia histórica (resto o rastro) que se pueda reponer en el proceso de una significación que de inmediato se reconvierte como una emblemática (mitológica, histórica, lingüística, etc.). El Barroco clásico es constructivista, tiende a la constitución de una figurabilidad doble pero constante, reduplica lo mismo para reasegurarse en la semejanza metafórica, en la concentración semántica. Por varios que sean los códigos aludidos –una proliferación reglada– se cierra sobre una multiplicación consistente: la infinitud está en el Referente, no en el Significante. Este Referente riquísimo y variado en su magnificente heterogeneidad, siempre huidizo, se prolonga en una circulación que imaginariza la completud del espacio y del tiempo: quizá de ahí provenga su contracara: la fúnebre y sombría doble antítesis (quiasmo), paradoja del sentido barroco del Barroco. En la gramática poética de Piccoli –trama clásica, simulacro de hálito virgiliano– la relación entre Ste y Sdo es asimétrica y reflexiva, discontinua y tabular: difractados, los Significantes generan la figura máxima de la desmultiplicación –lateralizada, sesgada– que relampaguea en el intervalo de la indecisión etimológica: ¿por el acontecimiento (de palabra) o por la historia (de las palabras)? En el Barroco clásico forma y figura congrúen (o fingen congruir) en una figuración que intenta inscribir una serie completa (cerrada) para la significación y presuntamente para la lectura. El Barroco clásico es afirmativo y potencialmente autoritario: releva la riqueza del Ste para aludir a la riqueza del Referente. El Barroco clásico es un realismo. El barroco de Piccoli es negativo, es una figurabilidad serial infinita y ubicua que hace borde, bordea, borda sobre un entramado vacío la figura de la no-figura: la oquedad, la forma persistente de la ausencia que se inscribe en faux: poesía de la falsedad, llega incluso a sustraerse al verosímil infinitista de la «máscara» («laboriosidad del artificio»), hipograma del velo que oculta… la vacuidad del signo.

Arquitextura violenta del Ste (dislocación, pliegue): no la escultura sino el vaciado, no la traza sino la «irretractilidad de la letra», el «beneficio» de lo «buido», espejo ciego donde se labora el trabajo incesante del inasible espesor: «el alba de la jarra». La naturaleza muerta, enunciado pictórico del barroco flamenco que por momentos se inscribe en el texto, cobija aquí una alteridad opaca: sólo remite al sujeto de la mirada, en una microscopia alucinante: el objeto sólo opera como el reflejo de un objeto donde la mirada resbala para luego someterse a su propio régimen: el verse mirar mirando.

Los códigos del Barroco (lingüístico, emblemático, mitológico) son enunciados que se enumeran uno a uno, como las perlas de un collar, una después de otra, una fulgurante sucesión. En el barroco de Piccoli los códigos se organizan en una secuencia multiplicada: sincronía irradiante, temporalidad sujeta a la constelación, espacio discontinuo de la discreción, no hay superposición, no hay polisemia, hay una sutil diseminación dictada por una voz discreta, una voz matemática que opera a través de una espesa sordina de la enunciación que no gasta sino engasta prolijamente el denuedo de la forma, la imposibilidad de la letra.

El blasón –la Heráldica– es un código –ahora en sentido estricto– de segundo grado, según alguna semiótica. Victor Hugo lo designaba como un jeroglífico medieval. El texto de Piccoli lo re-presenta como una «lengua» virtual (paradigmática) que actualiza la figura del secreto (etimológico) en cada poema: una remitencia segunda que se abre sobre una posibilidad de la significancia: de código heráldico a lengua poética la transformación es doble: debemos conocer el significado oculto en el código para poder entender la actualización que se hace en el texto, que, a su vez, lo transforma en el enunciado poético: un vocabulario (como la jerga «técnica» de boteros y pescadores, como el habla de la cetrería) incrustado que ya no puede ser leído en su valencia histórica ni técnica (una tejné retoriké sin duda), sino en su pragmática textual: allí donde dice lo que dice, referente de sí mismo, desconstruye la alusividad barroca que lo funda para instaurar la figura máxima de la disolución: entre la acción de referir (poder virtual) y aquello que se alcanza (lo referido) se abre ahora el espacio de la figuración –disoluta–, espacio infinito que no puede ser colmado pero que convoca unánimes figuras de la incertidumbre. El absolutismo del código (donde lo motivado absoluto roza la perfección semiótica de lo absoluto arbitrario) se degrada escandalosamente en la imperfección de lo que no hace sentido, la exacta congruencia consigo mismo. «No hay explicitud para el blasón», no hay código para interpretar el código, sólo se muestra una trama («reticular teatro») donde se inscribe otro escándalo semiótico: el blasón mudo.

El Barroco clásico no sólo es traducible sino que exige la traducción, nos propone el placer de otros horizontes, otros textos, otras escrituras: la migración textual es una operación concertante que inflexiona la variedad de las voces, la variabilidad de los temas, la variación de los registros. El barroco de esta poesía no permite la traducción, la sugiere pero se ingenia para perturbarla y al fin de cuentas, destituirla. Debemos apelar al diccionario, a los léxicos, pero cuidarnos de creer en ellos. La traducción exige la datación del Significante: es una dotación de sentido –una dote del sentido– el paradigma de los paradigmas, el paraíso de los significantes. Nos ofrece un orden, una sistemática evaluadora. El texto de Piccoli, residuo, basura dice fuertemente Lacan –escoria, diríamos nosotros– de la literatura, a pesar de su noble concertación, sólo puede ser leído como trama fragmentaria de la literatura: escritura caída, como se dice de los ángeles perversos en ciertas teofanías, irredimible escritura de lo poético absoluto, abrasa los textos y los re-genera en un nuevo registro: el de la abolición de la diferencia. Toda literatura es siempre un pasado institucional; esta escritura se refleja en ese errátil espejo de la historia (de la literatura), eso que se ha dado en llamar intertextualidad, y se carga de sus imágenes –sus sombras y luces barrocas– para realizar una sutil operación de disolución: una escritura donde el Significante enloquecido, psicotizado («lo que el sesgado desvarío no sitúa») se des-aloja en una contra-lógica de la heterogeneidad: de lo lleno a lo vacío, del símil de lo convexo a lo cóncavo absoluto, de lo múltiple compuesto a la multiplicación ex-centrada, de lo vario al desvarío. Concebir la manumisión de la palabra, una nueva vibración, no parece tarea insensata, sólo que el referente final, en este horizonte de necesidad absoluta de la letra, no puede ser otro que el extremo de la muerte, la derogación de la palabra, la agrafía, «revés-envés» –doble espacio sin exterioridad ni interioridad– que convoca la persistencia del silencio («sabré si persistís, en esa vehemencia, que estáis muertos»). El Barroco clásico genera el Significante del enigma: logogrifo disponible para los aciertos y las ulteriores certidumbres: es una revelación del sentido. El texto de Piccoli pertenece al registro de la inscripción (letra sobre letra: «yacimiento estético», «alfarería imaginada») instaura a partir del «pronombre rupestre» (de la holofrase absoluta, nuclear) el petroglifo: escritura de la preescritura, geología fantasmática, se abre así a la disgregación –cataclismo– de la traza primordial, aquélla que sólo puede leerse a partir de su hueco inicial y que, «ocaso y equívoco», desbarata el trabajo de los augures; es una forclusión del sentido.


El significante imperial

El «yacimiento» de los significantes provoca el trabajo del orífice, arúspice áureo. El petroglifo es el significante primordial, la sustancia cultivada por el orfebre para elaborar una traza incorruptible, una permanencia de la significación: el valor oro del sentido. El sentido vale oro. Lo demás es anonadado silencio. Marx había señalado el peso de la sustancia en la determinación del equivalente general: brillo, maleabilidad, posibilidad de fragmentación, el oro se presenta como la materia apta para asumir el papel de equivalente paradigmático. Pero la materia natural, desde su yacer, debe ser extraída, mostrada, transformada, por una operación que se llama trabajo: un trabajo de la semiosis, una economía, para la entrada en el régimen de la significación (circulación). Derrida, por su cuenta, se encarga de mostrar la insistencia del oro –de la metáfora áurea– en el discurso occidental [1]. En la poesía barroca el oro, sus asociaciones (enlaces positivos) y sus constelaciones (enlaces negativos), el juego de la identidad en suma, recortan el espacio textual de una persistencia. El texto de Piccoli es un yacimiento aurífero, un thesaurus de significantes y como tal es la figura del yacimiento absoluto, sedimento de la declinación, principio del origen, pero también posibilidad de desgaste y de devaluación.

Trama artera del texto: tejido de hilos de oro («brocado» dice la escritura), el oro de la letra (la letra de oro, como se dice el número de oro) se inscribe para prevenir la corrupción, el gasto de la moneda simbólica, la perseverancia del signo rescindido, la fijeza del Ste incorruptible. Por lo tanto todos los engastes son posibles: desde la repetición estocástica, las formas múltiples del enlazado anagramático [2] (los enlazados tejidos por Leonardo con hilo de oro) que extienden la aliteración lexical al nivel del enunciado mayor, la territorialización del «oro visto» (oro pictórico) y el «oro oído» (oro sonoro), la rematización anafórica del objeto oro, su inscripción en filigrana, el juego de rasgos fónicos dentro de una misma palabra o en el verso y más allá del verso en el poema y fuera del poema hacia todo el texto, el «malogrado oro», «el ardor vano del trigo en la cripta», el eco ahora reglado de las aliteraciones, el interjuego de rasgos sémicos, sus equivalencias y disyunciones, perfilan una figura mayor, el «oro unívoco» (¿el único significante que puede significarse a sí mismo?) que se instaura como significante uno que vectoriza la economía de esta escritura. El Ste oro, una super-heráldica, un meta-blasón, genera toda esta alquimia literal, Ste primero pleno de virtualidades (fónicas, gráficas, semánticas, económicas, psicoanalíticas); sin embargo, esta plenitud del significante imperial se ve derogada – no podría ser de otra manera: detenido en el circuito de su circulación simbólica por la alucinación del objeto faltante, sin discernimiento, direccionado pero sin meta, orientado pero hacia nada, contra-valor, se retrotrae súbitamente hacia el proceso arcaico de la significación (semiótica), «brillo para nadie» se transforma en el goce absoluto del Ste, en la irreparable y enloquecida perfusión de una energía libre que disloca toda tópica de la significación y se goza libremente a sí misma: energía primaria, primitiva, libre del valor (de cambio) se gasta en su propia producción, en un irrefrenable potlatch semiótico. Lugar del vacío (O - r - O), del Ø, es un significante cifrado, en cifra: O, «los repliegues de una O», reduplicados en gO-ti-cOs, mutilación literal, de la letra, que ya aparecía en otros poemas de Piccoli (Permutaciones).


La pasión etimológica

La pasión etimológica, delirio del discurso científico que mima y mina la escritura freudiana, comienza siendo una pasión arqueológica, la búsqueda del origen, del camino anterior, de la filiación, de la raíz (las raíces) para convertirse paulatinamente en el discurso atópico de la cruz, de la encrucijada. La etimología nunca conduce a un tronco sino a una dehiscencia, a una arborización descontrolada, a la mascarada (parodia) de la genealogía, a la pregunta sin respuesta por el uno (la Unidad) de la ascendencia que se resuelve en la incógnita algebraica de dos que prolifera hacia un tres. El petroglifo áureo de Piccoli se resuelve en un «fósil inductor» (Leitfossil decía Freud) de energía simbólica: «esa fuga del tronco al ternario es la primera indeterminación del árbol». La etimología genera un doble (doblete) del lenguaje que permite remarcar, (hypographein: cosmetizar) la «carnalidad», la «seducción», la «máscara» de las palabras pero que al mismo tiempo construye «un hechizo siempre más allá de sí», una indeterminación, una desorientación del sentido que ya no fluye hacia ningún lado sino que descansa sobre sí mismo al sostenerse indecidible sobre su propio simulacro de fiel, sobre su propia ficción de cerco: interrumpe la paciencia del discurso (el discurso puede ser parsimonioso), la lasitud de la frase (la frase fatiga en su ponderada simetría), el equilibrio de la palabra (radical + morfema) para hincarse sobre la letra, sobre esa «levedad brizada de la letra» de la que habla la escritura. Pongamos por caso: pensil (pende/piensa: suspender; pensar: el pesar de la significación antes del valor, el pro y el contra, el balanceo entre el sentido y la eficacia, que puede llevarnos hasta los «jardines suspensos», uno de los fantasmas más bellos de la cultura. O las equivalencias entre el «cribado del celaje» y la «cenefa» –arabizante– que más que centro hace borde, donde oscila la templanza de la significación para diluirse en la bordura anular (O), en las «fibrillas torales de la luz», o en la emergencia elíptica del anagrama casi perfecto de totoras: espadas enhiestas del oro (visto/oído) [3]

Por lo tanto, ya no se trata de espesor semántico, de ambigüedad diacrónica, de ambivalencia polisémica o de riqueza lexical (aquí la riqueza, el tesoro de la lengua es un bien in-sensato, no es la glorificación de la palabra lo que se festeja, sino más bien su artera proliferación, la imposible articulación del objeto y la palabra, de la palabra y el afecto), ni sedimentación de significaciones contradictorias, sino de una práctica textual que compone y descompone, que teje y desteje, que cree y descree. La pasión etimológica, presuposición de un sentido primitivo, se hace aquí manera de reactivar un origen para mostrar –si es posible hacerlo– el simulacro de la profundidad (el hueco), la perfección insólita de lo liso, la impenetrabilidad del oro, espejo de sí mismo.


El Triálogo

Históricamente –se dice– el diálogo preexiste al monólogo. Estructuralmente, el aparato formal de toda enunciación implica un dos: el yo y el tú de la interlocución y ese tres (el él), objeto, no persona, tercero excluido de la ceremonia, del ritual comunicativo. Inexistencia pues del monólogo, imposibilidad del tercero. Sin embargo, Lacan ha reinvestido el rango de ese tercer lugar como el Otro de toda comunicación, el conjunto vacío que marca no tanto la incompletud sino el pleno virtual de la significación, ese pleno incompletado por el casillero vacío del objeto a. Caída de la completud, fisura, falla, fractura: resto. Pero ese Otro, lugar de toda comunicación posible, puede ser leído también como el lugar de la imposibilidad, de la interrogación, de la «perturbación», de la hostilidad del deseo. El triálogo es el espacio doméstico (heimlich) donde se soporta una ceremonia privadísima («sacra privata») –¿misterio o sacrificio?–, lugar del ritual del parentesco, de la palabra como interlocución edípica. «Sacra privata» induce a la congruencia de una larga tradición clásica, medieval –el diálogo–, con una experiencia humana intransferible, fijada en la estructura arcaica del sujeto: las voces –trifonía matricial– donde se deroga toda posibilidad del sentido y se instaura el significante imperial –eréctil y enhiesto oro– como el diferencial semántico que marca los lugares del drama y traza los vectores del discurso (del deseo). El triálogo presentificado en el texto marca la emergencia del dúo comunicativo elemental y la presencia –ausencia– de un Tercero-función de interruptor: lugar de los «penates de allende» es también el germen de la «sementera equívoca» (aquélla que nunca se podrá invocar en oposición a la filiación de la madre, lugar de la única certeza donde el etymon original se ejercita definitivamente en el sentido primero: el sentido quieto. Hay un sentido calmo.). La diferencia queda anulada, el enigma descentrado, el acertijo dislocado (hay suspensión no develamiento): una pobre y elemental ecuación donde el dos se abstiene del tres y se reabsorbe en un rasgo uno: derogación de la marca diferencial y por lo tanto del sentido, el significante imperial se alude a sí mismo resolviendo la transgresión semiótica por definición: el significante no puede significarse a mismo. La estructura ha transigido y la emergencia vibrátil de las totoras, «zureo» de oro, ha cobrado su pura significancia: el significante imperial, tropo de oro, amarilla y refulgente espada, se rescinde a «osario» de sí mismo (del paraíso de los significantes al osario del Ste), tropo de nácar, blanco y opaco, abolición reflexiva, para prefigurarse como el Ste último de lo vacío absoluto, metáfora increíble donde la sustitución obturada detiene todo proceso y se alude como cóncavo inaudible e inescribible: el vacío de toda representación. Ese «brillo para nadie» que ya no se resigna a la servidumbre de la significación, ni a la legalidad del valor, cae en el registro de la tenacidad materna; enceguecido por las brumas de la patria, de la ascendencia (la ley del Sentido) y por los fulgores de la quietud absoluta, nueva heredad reasumida en el «halo grupal» de la matrix, el Significante reniega el «monólogo de los penates de allende» y la legalidad ostentosa del triálogo y se aliena –como todo texto– en el «engaste de nuestro goce»: hacia la ley salvaje que más allá del placer inscribe el goce de la escritura –economía catastrófica– sobre el borde mismo de la muerte.


Nicolás Rosa


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Notas:

 

[1] Derrida, Jacques: «La pharmacie de Platon», en La Dissemination. Paris, Du Seuil, 1972.

[2] De las «enfermedades» de la lengua (palilalia, ecolalia, palimfrasia, cacofonía), el palíndromo es la forma absoluta del anagrama. El anagrama es a la lengua lo que la anamorfosis es a la pintura. La pintura barroca (Baltrusaitis, Anamorfose) desvía la perspectiva objetiva clásica del cuadro hacia una disimetría subjetiva del ojo. El anagrama –copioso en el Barroco literario– establece una desperspectivización bustrofedónica: texto afásico para una lectura estrábica.

[3] ¿Es posible hablar aquí de anagrama en sentido propiamente saussuriano? Las reglas (estrictas) que Saussure descubre en la combinatoria de dífonos y trífonos (el modelo paramórfico) se verifican en la antigua poesía latina y en la clásica donde metro y rima poseen otro régimen. En el caso de Piccoli el anagrama es abiertamente discursivo, no se resuelve en la palabra, en el verso, sino en todo un texto, en todo el texto. Por otra parte, la marca fónica diferencial r (oRo) puede ser inscripta en otra matriz en oposición a l, cuyos rasgos fónicos hacen perfusión en todo el texto. Una larga tradición (la armonía vocálica de los clásicos, el simbolismo de los fonemas de la preceptiva) recogida por G. Genette en Mimologiques opone r/l como equivalente de la oposición sémica masculino-femenino. En el sistema fonológico del español las oposiciones l/ll y r/rr, por su carácter liquido, son isomorfas. Este hecho las excluye del sistema y las lleva a formar oposiciones de tipo privativo. Esta oposición interna se resuelve en una paraoposición retórica r/l fundada sobre rasgos articulatorios (l exige poco esfuerzo muscular en oposición a r apical, l es difuso frente a r, vibrante, etc.) que quizá permita fundar la oposición simbólica masculino/femenino. Cf: FÓNAGY, I. «Les bases pulsionelles de la phonation» en Nouvelle Revue de Psychanalyse 1970; «Saussure's Anagrams», en Semiotexte. Two unpublished manuscripts, en Virgil. Vol. 2. Nº 1, Spring 1975.