De vigilia – Apuntes para una fluviografía poética


«Permanecer delante del vacío
y mirar cómo a él se entrega el río.»

C. J. Sguro, Contemplación


¿Cómo se comporta, es decir, cómo nace, crece, discurre una voz, destinada a desembocar, finalmente, en la poesía?

–De modo semejante a un río respecto del mar. Efectivamente:

• el curso de un río es breve o prolongado; el mar es sólo vasto;

• el río viene de la tierra, a la que fertiliza en el trayecto, participa del ciclo de sus estaciones; el mar es, como en la imagen de Tristán e Isolda citada por Eliot en «El entierro de los muertos» de La tierra baldía, «yermo y vacío»: »Öd’ und leer das Meer«;

• el río fluye, lento o torrentoso, en un continuum de variaciones de velocidad y de caudal; el mar pulsa, por la rítmica, periódica alternancia de pleamar y bajamar de la marea, en una inalterada magnitud (que la fluencia esté presente en el étimo del término ritmo [1], el cual, según se ha sugerido, habría tomado sus sentidos figurados a partir de la imagen del incesante ascenso y descenso regular de las olas del mar –lo que concierta perfectamente con la definición musical de ritmo como [sobredeterminada] articulación temporal del flujo melódico– no parece desmentir, sino antes bien reforzar esta oposición);

• el río discurre, es imagen arquetípica de lo transitorio, de identidad (cuanto menos) paradójica, de la inaprensibilidad de sí; el mar varía sólo en el encaje impar de la rompiente, es pura reflexividad, es, a través de edades y culturas, el testigo abismado, parmenídeo, de lo idéntico;

• el río tiene vocación de entrega: acaso luego de devanarse en un delta, se pierde en el mar que lo acoge y del que nunca retorna. Lo particular, lo único, aun lo ínfimo, se despoja de sí y cede su identidad, para fundirse con la peculiar entidad del mar. Por eso el místico alemán Angelus Silesius dice en su Peregrino querubínico:

En el mar todas las gotas se vuelven mar

La gotita se vuelve mar, cuando al mar ha ido:

el alma Dïos, cuando Dios la ha acogido.

Y significativamente, el mismo Sguro comienza el poema que sigue al del epígrafe, con el verso: «¿En dónde está la mar que era mía?». Así se semantizan río y mar; así también, voz poética y poesía. Y porque no es aquél una creatio ex nihilo, los grandes poemas fluviales señalan su origen, aun en la indeterminación de una pregunta[2]. Entonces, ¿no hemos asimismo de intentar nombrar las fuentes de una voz, si de antigua y dilatada cuenca, también de decidido cauce hacia el mar de la poesía, de una voz por cierto aún no oída, en una época propensa a asordinar toda ποίησις genuina tras el prosaico tabique de un supuesto ‹objetivismo›? –Sin duda.

De vigilia nace de la confluencia de tres corrientes principales: una –como un río mayor arrastra aguas abajo el limo que se sedimenta, se deposita en su lecho, determinando en gran medida su geografía y fertilizando al par sus orillas– es portadora de la herencia del Siglo de Oro y de la más acrisolada tradición poética en lengua española; otra, de una metafísica sui generis –no en el sentido de los poetas metafísicos ingleses del siglo XVII, emparentados más bien con el conceptismo, sino en el de la estética del XX–, y una tercera, la de un misticismo animista de cuño simbolista, autoconsciente y decidido empeño de poésie pure, ritmado en la asumida intimidad del litoral juaneleano.

De la recepción y la custodia del legado literario dan testimonio decisivo dos empresas: a. el cultivo del verso, no como fractura caprichosa de una línea, gesto convencional de pretendida autosignificación genérica (‹mis líneas están cortadas, no llegan a los márgenes, ergo soy un poema›), sino como unidad rítmico-musical; si libre, atenta y dócil a las matizadas imposiciones del estado de ánimo en curso de configuración; si canónica, cultora consumada en arte mayor y menor del silabotonismo que la constituye, modulándolo en las más variadas extensiones del metro, siempre allí «donde mora la suma del sonido / … / la forma extasiada del sentido»; b. el esfuerzo sostenido –sin que mengüe una sola vez en todo el poemario– de una rigurosa, sí, severísima selección lexical. Estar de vigilia es, en este sentido, someter el paradigma entero a una prueba de nobleza en cada instancia de actualización; velar, sin concederse respiro, por el impulso anagógico de cada vocablo escogido. El uso de términos ‹nobles›, cuando no de francos cultismos, de tecnicismos o acepciones arcaizantes (allí están «…el leve cendal / del alba…», «…las lamas de plata», «la sed dolada del crepúsculo», el «hámago» que «no habrá / en los alimentos», «la flor que se abre al día colma y clara», el «alma que se abnega»; allí la «antera opima», «la armonía / ocelada», «la transitoria rosa, ahora arecida»… –las cursivas son mías–), el esmero, en fin, por descubrir y recuperar los veneros ocultos de la lengua, inscriben en este respecto a Sguro, el poeta-zahorí, en la estela reciente de grandes nombres de nuestra poesía (verbigracia Ricardo E. Molinari, por citar uno de los mayores) y, en última instancia, en la tradición gongorina. Esta filiación supone un posicionamiento ético y estético que, a cuatro siglos de aquel «momento etrusco» de nuestra poesía –al decir de Lezama–, ha de valorarse en su perspectiva histórica. Recordemos las palabras de Dámaso Alonso en el ítem «Valor expresivo del cultismo» en La lengua poética de Góngora:

«Góngora viene, […], a la postre de un movimiento cultista iniciado en el siglo XV y que lentamente se desarrolla a lo largo del XVI. Según se avanza por ese siglo se van sucediendo las afirmaciones de la nobleza del español, de su comunidad con el latín para mejorar y enriquecer la lengua materna. Los cultismos están vertiéndose incesantemente en los diccionarios desde Nebrija hasta Covarrubias, y la creciente seguirá también desde Covarrubias hasta el de Autoridades. Góngora respira desde los años de su formación un ambiente cultista. […]»

y más adelante:

«El cultismo gongorino tiene, pues, un valor expresivo, desempeña una función idiomática. No es una pesada e indigesta carga de pedantería, como han querido generalmente los manuales de literatura. En Góngora, en el siglo XVII, está justificado por una larga tradición, pero sobre todo está justificado por ser una necesidad de expresión esencial a la concepción poética del gran cordobés.

Suprímasela, y quedaría destruida toda la estructura arquitectónica, toda la regulación cósmica del sistema gongorino.

No es un defecto, es un valor positivo de la poesía de Góngora.»

Bien: el español no tiene necesidad en el siglo XXI de afirmar su nobleza; tampoco de acreditar términos vertiéndolos en un (¡todavía increíblemente no actualizado!) Diccionario de Autoridades; pero sí, sin ninguna duda, y como más de una otra lengua, de guardar y cultivar su tesoro en una época de pérdida de la palabra, de desmontaje universal del lenguaje –el autor de De vigilia, como la mayoría de nuestros contemporáneos, no respira precisamente un ambiente cultista–, cuyos efectos pueden apreciarse en todos los niveles de edad y grados de instrucción. Más que justificado está entonces, sí, justificado de suyo, no sólo el empleo de vocablos ya ‹consagrados› por la vertiente poética, sino el ennoblecimiento que opera Sguro aun sobre la palabra más sencilla, la que viste sólo «la seda / intangible de pobreza», haciendo que levite, por así decirlo, con esa imprescindible y mágica dosis de extrañamiento, por sobre la lengua meramente coloquial.

Si hay un elemento común en la pintura de un Giorgio de Chirico, en la poesía de Ezra Pound, T. S. Eliot o de Eugenio Montale, es lo que se ha dado en llamar ‹metafísico› –término cargado de un sentido distinto, evidentemente, del aplicado, por ejemplo, a la filosofía platónica, al trasmundo cristiano, al idealismo por Marx o, en el contexto de la diferencia ‹óntico-ontológica›, al desarrollo del pensamiento occidental por Heidegger, por no hablar de la bastardeada acepción en boga, que alude a un conjunto de reales o supuestos fenómenos y facultades paranormales–. Si este elemento no existiera, no estarían legitimadas las denominaciones «pintura metafísica», «poesía metafísica». Aunque producido por muy distintos medios, sea por determinada figuración –arcadas, sombras alargadas, ciertos juegos de luz y sombra, etc.– en de Chirico, por una suerte de collage de distintos registros lingüísticos en el poema de Eliot citado más arriba o por simetría antitética en el poema «Spesso il male di vivere…» de Montale, hay algo común en la percepción (porque el problema es aquí estético) de estas obras, algo que no tiene que ver con el horror: en todo caso sí con la ‹inquietante extrañeza›, con lo unheimlich; tampoco con lo onírico surrealista: en el surrealismo hay descontextualización y recontextualización de elementos, precisamente como en el sueño; no así en este arte ‹metafísico›. En él se percibe una cierta hondura, una dimensión insospechada, abierta repentinamente detrás del mundo representado, tal como la que solemos hallar en la vida real a medianoche, al atravesar una plaza con juegos infantiles desierta u observar un edificio en construcción ante un cielo opaco, bajo determinadas condiciones de luminosidad. Algo que tiene que ver esencialmente con el tiempo o con lo que sentimos como indeterminada inminencia. Esa suspensión, Aufhebung sorpresiva de la temporalidad, no del todo ajena, por otro lado, al éxtasis, es la mencionada metafísica sui generis de Sguro: allí es donde tiembla la voz del augellin (arcaísmo italiano del 1200) en primavera, del ‹pajarillo›, el que, por su «temblor / …nunca detenido», puede ser apostrofado con las mismas palabras que el ruiseñor de Keats:

«[…]

While thou art pouring forth thy soul abroad

    In such an ecstasy!

Still wouldst thou sing, and I have ears in vain—

    To thy high requiem become a sod.


Thou wast not born for death, immortal Bird!

    No hungry generations tread thee down;

The voice I hear this passing night was heard

    In ancient days by emperor and clown:

[…]»

Ésa es la «virtud… del silencio», mentada en el poema a la madre, para «…cincelar el aura en el vacío». Y es el ‹salir-hacia afuera-de sí›, el camino del éxtasis, el que da cauce a la tercera corriente.

La paradójica inefabilidad de la unio mystica (paradójica, en tanto que poéticamente formulada) se da en gran medida, ya en los clásicos, merced a una exaltación del diálogo, a una exacerbación del vocativo:

«Vuestra soy, para Vos nací,

¿qué mandáis hacer de mí?»

Santa Teresa de Jesús


«¿Adónde te escondiste,amado,
y me dejaste con gemido?»
                San Juan de la Cruz

En Sguro –que sigue aquí a Juanele–, con un gesto profundamente humano, la segunda persona se seculariza, siendo desplazada de Dios al mundo o, más precisamente, a los seres que lo habitan (digo seres en un sentido amplio, puesto que se trata de un mundo en el que todas las cosas están animadas, un mundo al que la pródiga visión del poeta hace hilozoísta). Consustancial a la dinámica dialógica es, en este contexto, la interrogación: el sujeto interroga íntimamente lo que lo rodea y, en la medida en que lo hace, interioriza el mundo a la vez que se funde en él: «¿Sois claras, tal vez hondas / cajitas de resonancia, / más frágiles cañas / amadas del aire, / […]»

El perfil simbolista de De vigilia viene dado por su voluntad de musicalidad extrema; encarna el mandato mallarmeano de «volver a ganarle a la música lo que los poetas [realistas anteriores] habían perdido ante ella». Pero música y sentido son una indisoluble unidad. Cada término se aplica después de una meticulosa ponderación de su ‹peso› semántico y un cálculo cuidadoso de sus más sutiles resonancias; entonces, el espectro de connotaciones se despliega en un sfumato –y, no obstante, sin perder precisión–, figurando, como en el país de un abanico, la visión de un cosmos. Es lo que subraya G. von Wilpert[3] al caracterizar el movimiento:

«La idea, fundamental para todo arte del símbolo, de la interrelación recóndita de todos los entes (Baudelaire Correspondances) intenta ganar a la palabra individual su efecto mágico, siendo en ello características, sobre todo una fluencia recíproca de las imágenes y la superposición de los distintos estratos metafóricos.»

El concepto latente de símbolo, claro está, es aquí el de Goethe: «todo lo que acontece, es símbolo, y en tanto se representa acabadamente a sí mismo, señala a lo demás».

Pero el curso numeroso[4] de De vigilia presenta una significativa particularidad; no es la mera continuación de aquella corriente primera procedente del siglo áureo español, sino que llega a configurarse como identidad inconfundible y conclusiva, sólo después de recibir un afluente: la lengua italiana. Interesa aquí de qué manera y en qué grado conforma ésta al sujeto lírico en su historia, cómo ‹dialoga› o cómo interactúa (in praesentia o in absentia) con el español y, finalmente, con qué despliegue se instaura ella misma como «questa inebbriante architettura» (esta embriagante arquitectura), es decir, como lengua poética actual. La obra poética de Sguro ofrece, en este sentido, una apasionante serie de interrogantes (y maravillosas respuestas) a cuestiones ampliamente debatidas en diversos campos de la ciencia del lenguaje: 1. ¿qué es ser bilingüe? ¿Dominar dos lenguas, como dice más de un lingüista, «igual que un nativo»? (Aquí preguntamos, con todo derecho: ¿qué nativo?) ¿Usar, simplemente, de modo alternado dos lenguas, no importa con qué grado de dominio (o sea, con qué nivel de competencia)? ¿Disponer, además de la primera lengua, al menos de una de las tan mentadas cuatro destrezas (hablar, entender, escribir, leer) en una segunda? 2. lengua materna, en tanto que ‹primera lengua adquirida› (¿de los padres, de la madre, del entorno inmediato?) ¿es necesariamente ‹la que se conoce mejor›? ¿Habría, como parece sugerirnos el poema Por allí la sombra…, que comienza preguntando por la filiación del padre («Padre, / di chi sei figlio, tu? // Del maestro, il certosino […]?»), una lengua paterna? 3. considerando unos pocos datos de la biografía del autor (de los 9 a los 18 años en Italia, donde comenzó a estudiar el idioma, que no cesó jamás de cultivar), dada la asombrosa densidad y madurez de este poema (sí, bilingüe): ¿dónde queda la trillada preponderancia conceptual del native speaker, de ese ‹hablante nativo›, tan torpemente sacralizado por la lingüística contemporánea? –Las preguntas podrían continuar, pero no es éste el lugar de su enumeración exhaustiva, y menos aún de respuestas minuciosas. Destacaré aquí sólo algunos aspectos de la cuestión, que hace especialmente ostensible el poema mencionado, en el que se interroga al padre y éste a su vez responde, en una lengua que llamaré lárica. La lengua lárica (italiana) duplica, por un lado, el señalamiento hacia el latín –dado el estrecho vínculo con la española debido al común origen romance–, y acrecienta, por otro, su cercanía, en la medida en que comparte un área lingüística con la lengua madre. El modo en que se asume la ‹segunda› lengua, no difiere del descripto con referencia a la primera: la misma intensa orfebrería, el mismo ejercicio de levitación sobre el registro coloquial: «snello di spirto [no spirito] e di tempranza [no temperanza] saturo». Así el «Scultore del limo» va modelando, «oblioso», diríase, tan sólo respecto del fin de su incesante industria. Y lo hace en una escena peculiar. Porque en De vigilia, las cursivas son portadoras de una voz distinta de la del yo lírico e introducen, al aparecer en el poema –tal como puede verse, además de en Por allí la sombra… en otros textos de la constelación ‹familiar›: Tejido de fábulas (dedicado a la madre de la madre), Nada aquí el capullo… (a la madre), Será mi transparente… (uno de los dedicados a la amada)– un elemento dramático, que vectoriza el espaciamiento (estructura dialógica dada por la alternancia de la marginación izquierda / derecha), llegando ocasionalmente (como en el mencionado en último término, en el que las voces se entrecruzan) a la polifonía. Pero lo que pone de relieve el poema escrito casi enteramente en italiano, y lo que nos interesa sobre todo subrayar, es que disponer de una lengua no es un don, que en el aprendizaje y el dominio de una lengua lo determinante no es el nacimiento, sino la apropiación, y que ésta implica, necesaria e indefectiblemente, un trabajo. Por allí la sombra… inscribe el trabajo (trabajo lingüístico, trabajo poético, crisopeya, trabajo a secas) claramente, merced a la serie instaurada: dios (padre) – escultor – titán artesano. En efecto, el padre cincela, como en tantas cosmogonías, («fai fremere sottile il tuo scalpello») al hombre («Noi, invece, siamo il fango») y las cosas –que sólo gracias al cincel pueden nombrarse–, porque da forma. Como en la novena elegía de Duino («…Estamos acaso aquí, para decir: casa / puente, manantial, […] a lo sumo: columna, torre […]»), en De vigilia las cosas se nombran en cierto orden, según una suerte de jerarquía determinada por su grado de configuración: «roccia, argilla, e adesso vaso,». He aquí, en el arte de quien cincela la palabra, la ποιητική τέχνη, la ciencia («Dimora, sì, in voi, la mia scienza») y sabiduría, que es, a la vez, el poder titánico del poeta-artesano:

                «O titano! —se visto coi nostri occhi–, / creatore di tutto questo mondo […] O artigiano! che frase punteggiavi / col martello, per l’aria limpidissima»

La vigilia de las corrientes es «vigilia perpetua» en el tiempo suspenso; porque esta poesía pura no ilumina meramente el facetado bello y frío del objeto que labra y en el que se demora (al modo, digamos, de un Stefan George); esta poesía se abisma y se ensimisma en el afecto («corta allí la fijeza del diamante»); por eso evoca y conjura («Cantabas y tejías / […] / el campo de trigo / donde el viento te mecía, / y te mece aún, / con tus ángeles crispados / en la cesta pequeña»), constela reminiscencias y dedica (funciones esenciales del epígrafe: no sólo la ‹destinación› conativa, sino, muchas veces, la consumación del proceso metafórico[5]), todo por mor del «ilapso unitivo» («nuestro único alimento enardecido / el maná…»).

Si a partir de Diáspora, el poemario abandona el verso libre y avanza decididamente hacia formas canónicas: ¿nos sorprenderá que Sguro ejercite magistralmente los recursos de su oficio en la secular arquitectura del soneto? –Las Variaciones sobre la rosa son un ejemplo palmario al respecto. No sólo por tratarse de ‹variaciones› –proyecto de plasmación serial, que anticipa sus experiencias actuales en el campo de la ciberpoesía[6]–, sino, fundamentalmente, por el modo en que patentizan determinados elementos constructivos del poema. La estrategia distributiva (sintáctico-retórica, esencial en el arte del sonetista) se materializa aquí de la siguiente manera en el siempre tenso e inestable equilibrio entre lo par y lo impar de cuartetos y tercetos:

* una pregunta inicial (1er. verso), genérica, que condensa, a priori, el espacio significante de la rosa («¿Qué universo late…?», «¿Qué arte se resume…?», «¿Qué doctrina se cifra…?»), incluido en ella misma («…en la rosa?»);

* los tres versos siguientes del primer cuarteto desarrollan, en cada caso, una sinécdoque («Cada pétalo…», «Cada espira…», «Cada lámina…»), cuyo predicado contribuye a la definición de la totalidad («…suma y destila», etc.), sin leerse (al menos en primer lugar) como respuesta a la pregunta planteada;

* de los múltiples mecanismos de intensificación del sentido (característicos, por otra parte, del soneto barroco) se escoge luego una variante de la anáfora: el comienzo del segundo cuarteto (verso 5to.) es paralelo al del primero; duplica la pregunta con un doble predicado verbal («…la erige y la acosa?», «…la concentra y la glosa?», etc.); de modo asimismo simétrico al primero, el segundo cuarteto no se resuelve en respuesta, sino en una aseveración descriptiva que, en la zona central del soneto (estamos entre los versos 6to. y 8vo.), profundiza, antes bien, el misterio al que señala la pregunta («Se abisma en sí, se escinde…», «…abismada rila,», «se sume en su púrpura y vacila,»;

* en el paso a los tercetos (verso 9no.), sí, la equipolencia instaurada por el verbo copulativo (reforzada por la posición inicial del mismo) se remansa en una ‹definición› («Es paciencia, es silencio,…», «Es toda la belleza contenida,», etc.);

* el segundo terceto continúa y completa la peculiar conceptualización poética de la rosa, introducida en el verso 9no., con una aseveración que es, por un lado, contraparte de la que formulan los versos 6to. a 8vo. y, por el otro, a la vez clímax que resume la esencia de la rosa, criatura (y figura) de fugacidad por excelencia, respondiendo de modo concluyente a la pregunta inicial: «¿Qué universo…?», «¿Qué arte…?», «¿Qué doctrina…?» // –«ceder…, con la obra que consuma, / su último fulgor…», «nacer perfecta, y vana / erguirse obstinada en el descenso…», soldar espinas a la belleza y desmedrar sólo en la caducidad.

El oído contemporáneo ha perdido (por más de una causa) en gran medida la capacidad de oír poesía. Se insiste incansablemente en subrayar la ‹poeticidad› de cierta prosa y se prosifica la poesía. El rumor de De vigilia, un rumor destinado a convertirse –no abrigo la más mínima duda en afirmarlo– en voz mayor de la lengua poética en español, (¿hemos de sorprendernos?) no ha sido hasta ahora oído en el medio local. Pero, como lo sugiere el poema de Lawrence Durrell, «Music that stains / The silence remains» («música que mancha / el silencio permanece»): llegará el momento en que la audición acaezca. El requisito para ello es lo que en Será mi transparente… parece comunicarnos la naturaleza misma, con el tono oracular de la leyenda del templo de Neith en Saïs («Me envuelven estos velos dulcemente / para ser, retraída, una y casta.»):

«si atraviesas el limen de estos ríos,»

Ésa es la condición de la entrega, la vocación de ultramar, que atiende

«…a la música / del todo consonante».

Héctor A. Piccoli, enero de 2014.


[1] lat. rhythmus <gr. ῥυθμός, ‹justa proporción›, literalmente, ‹fluencia›, de ῥεῖν, fluir.

[2] Dos ejemplos, al azar: «[…] / Era la voz del más noble de los ríos, / del Rin, nacido libre, / y otra cosa esperaba él, cuando allá arriba / se separó de sus hermanos, /del Tesino y el Ródano, / queriendo peregrinar, […]» (Hölderlin, El Rin); «Qué dulce calor, allá / de la hondonada que dejara, cuándo? el mar, / subió en una nube de paloma? / O venía él / con el hálito, gris y blanco, del mar? / […]» (Juan L. Ortiz, El Gualeguay).

[3] Gero Wilpert: Sachwörterbuch der Literatur. Alfred Kröner Verlag. Stuttgart: 1989.

[4] «[…] II: Vale también harmonioso, o lo que tiene proporción, cadencia o medida» [Autor.]

[5] Así, por ejemplo, en Su forma halla…, la ausencia del epígrafe convertiría el soneto entero en un enigma.

[6] Me refiero a Transgrama – Una poesía y una poética de la contemporaneidad, proyecto ciberpoético del que tengo el privilegio y el placer de compartir con el autor.

En http://www.bibliele.com/ciberpoesia/transgrama/